No se sentían perros en el patio. Tocamos la puerta y pronto nos vino a recibir su esposa. Nos saludó mientras habría la puerta y nos invitó a pasar. En el patio se repartían algunos árboles frutales, el tradicional parrón y bajo nuestros pies, la tierra resecada del centro sur del país.
Al entrar a casa de Pedro Isla Maldonado, algo de nerviosismo me acompañaba. Por fin conocería en persona al inventor y gestor del oficio artesano que hoy conocemos como "los cacharros de Puerto Ibáñez", y en la cabeza se agolpaban muchas preguntas, muchas más que las que llevaba anotadas en la pauta de entrevista que había preparado para la ocasión.
Muebles minimalistas, cuadros simples, daban un aire de casa común y corriente a la vivienda. Por allí colgaba una pieza de talabartería, por allá una pintura. Todo elaborado por Isla sabríamos más tarde.
Pedro Isla nos recibió con alegría contenida, muy formal en sus palabras. Pensé que él también esperaba que alguien alguna vez fuera a conversarle sobre el Áysen que dejó atrás hace años por problemas de salud, aunque más bien por la precaria atención sanitaria que tenía la región al momento que se le declarara su enfermedad crónica.
Comenzó preguntando cómo estaba la región, qué de nuevo había. Nosotros le contamos que había más gente -algo obvio por lo demás-, pero que Ibáñez seguía desangrándose, aunque la alfarería persistía. Más autos también decíamos, pero aún no se notaban los problemas comunes de ciudades en crecimiento. Isla escuchaba con atención nuestro relato.
Luego comencé a contarle, con voz intermitente, lo que nos había llevado hasta su casa. Queríamos realizarle una entrevista por su protagonismo en el surgimiento de la alfarería de Puerto Ibáñez y nos interesaba no sólo eso, sino que también conocer su trayectoria.
Así se inició una larga conversación de más de dos horas.
Fue la primera y última vez que lo vimos.
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