13 julio 2008

La historia de Rosa Gaete contada por uno de sus hijos

V
El recogimiento era total en nosotros. Si jugábamos por ahí, quedábamos petrificados como estatuas; si acarreando leña a la cocina, la brazada caía en silencio dentro del cajón; si alimentando las gallinas, su revoloteo se apagaba y el maíz yacía cómo lágrimas de sol sobre la tierra.

Todo callaba. Y la melodía que Rosa dedicaba al Sixto se elevaba.

A la mañana siguiente sabíamos que cada uno debía llenar al menos un canasto de brevas, porque la higuera gemía de cargada. Toda la noche llorando el alma del angelito.

Esas brevas eran divinas. ¡Divinas!

09 julio 2008

La historia de Rosa Gaete, contada por uno de sus hijos

IV

El joven diablo primero de caballería se retorcía en una fiebre escandalosa, mientras sus camaradas se turnaban para colocarle compresas sobre el cuerpo. Después de tres horas de incendio, el alma del muchacho partía atolondrada. El regimiento entero olvidó avisarle a Rosa su madre y enterraron el cuerpo en el mismo cementerio del infierno que a esas alturas contaba con diversas secciones, unas para los internos, bien cuidada y protegida del agua que todo lo aclara y otras indiferenciadas, reservadas a una buena parte del despreciable ganado eliminado.

Ella ya había llorado toda una mañana, mientras apagaba con pequeñas cucharadas de agua el fogón donde se consumía la vida de uno de sus hijos. No bien hubo terminado esto, Rosa Gaete preparó su maleta de viaje, enfiló hacia el camino “de afuera” y tomó el primer bus al infierno. Como su voz aún no regresaba, tuvimos que entender solitos que se traería el cuerpo del Valeriano como fuera, para dejarlo al lado de su padre, el primer hombre que la amó.

Abrí los ojos espantado con el recuerdo y Rosa ya no estaba. Con un bolso lleno de mi ropa más querida partí esa misma tarde a la casa vieja. Allá estaría seguro. El viaje duró cerca de cinco horas. A las diez de la noche el bus se detuvo frente a la casa de los Silva, el chofer abrió la puerta y por fin yo descendí en esa tierra amarilla hasta en la oscuridad. Inhalé profundamente el aire que me vio nacer y mis pulmones casi revientan. En realidad es una exageración (estoy lleno de ellas), mis pulmones sólo se hincharon resintiendo la pureza de ese aire. El bus partió, empolvándome completamente. Volví a sentir el aroma de esa tierra que de niño usaba para darme baños deliciosos, mientras todos en el campo trabajaban.

En la casa de los Silva se podía ver un dormitorio iluminado por una leve luz de vela. Alguien descorría con sigilo una cortina para intentar adivinar quién era el que había llegado a esas horas. Doña Carmela pensé inmediatamente. Nunca está dormida temprano y aún conserva su costumbre inquisitiva. Nada ha cambiado en el paradero. Ni la vieja Carmela y su fisgoneo, ni el precario cobertizo que apenas defendía del frío y de la lluvia. Ni el mismo camino siquiera. Me dispuse a cruzarlo cuidando completar los quince pasos que según mis cálculos medía a todo su ancho. Pero no pude con la cantidad, pues el camino se me acabó cinco pasos antes. Había cambiado el tamaño del camino, en proporción inversa a mi aumento de edad. Cavilando sobre matemáticas y filosofía me interné en el callejón que llevaba a la casa vieja. Cuando me encontré con la higuera en el centro de la huerta, el alma -esta vez sí que no exagero- se me hinchó de alegría y pugnó por salir a abrazar a ese árbol majestuoso que supo cobijarme de niño. Decidí acompañarla con todo mi cuerpo para abrazar de veras el inmenso tronco y de paso recordar al Sixto y sus huesos que descansaban en algún lugar a sus pies.

Nuestra madre, que parió 14 crías, tres de ellas en la soledad de su cuarto, tuvo que tomar su guagua muerta y enterrarla aquí, a los pies de esta higuera que ahora me recibe, para que su alma subiera al cielo -según creía firmemente ella- con cuidado, dejando que su cuerpo alimentara las raíces siempre hambrientas de esa enorme esfinge vegetal. Con un cuchillo pequeño, como navaja, grabó una cruz sobre el tronco del árbol, casi a ras de suelo. Alcanzamos a llamarle Sixto sólo dos días, porque al tercero era “el angelito” de la casa y se le puso medio paradito sobre un improvisado altar del comedor. Sus ojitos abiertos, sostenidos por dos diminutas astillas, nos miraban asombrados mientras nosotros intentábamos saber por qué no pestañeaba. Llegamos incluso a iniciar una competencia con “el angelito” a ver quien le ganaba en mantener los ojos abiertos. Ninguno lo logró y terminamos alabando su increíble capacidad de mirada, creyéndole de verdad un angelito. No supimos qué paso con él, pero a la mañana siguiente ya no estaba en su altar. Se nos dijo que se había ido con dios durante la noche y ya era parte de su séquito celestial. Aunque no era el dolor más grande que tenía, Rosa nunca contaba nada sobre este episodio de su vida, por lo que tuve que mirarla fijamente muchas veces para poder reconstruirlo. Eso sí que una vez al año, una vez que la última hoja del árbol se había desprendido, Rosa caminaba hacía la higuera con la navaja empuñada en su mano derecha, se allegaba al tronco y remarcaba la cruz tarareando una tonada infantil.

07 julio 2008

La historia de Rosa Gaete, contada por uno de sus hijos

III

Después hablaron otros tantos miembros de la familia, lo que me ayudó a encontrar de nuevo la calma. En honor a la verdad yo no estaba para sopesar la calidad de lo que cada deudo quería decirle a quien ya no escuchaba y además ya se estaba poniendo aburrido el evento, así que para apurarlo me puse a desparramar despacito puñados de tierra sobre el ataúd. De a poco los asistentes fueron acompañando esa especie de rito que según supe después, se convertiría en tradición en esos lados, practicada hasta en aquellos funerales donde los muertos eran depositados en nichos a tres metros sobre el suelo. Ahí resultaba un tanto complicada la operativa del rito porque había quienes al lanzar la tierra hacia el nicho y por efectos de la mentada gravedad de Newton, recibían sobre sus cabezas una lluvia de micro terrones que les obligaba a lavarse el pelo no bien llegaban a casa. Se extendió rápidamente el uso de sombreros de cuero, para permitir que la tierra corriera tranquilamente por los costados de las cabezas. Y otras veces, en días de lluvia, los paraguas protegían a dos y hasta a tres deudos de los montones de barro que caían desde el nicho en cuestión. Pero la tradición se afirmó del todo y ya aparece consignada en los más importantes tratados sobre folklore que se hayan publicado sobre ese particular territorio.

Los sepultureros completaron el llenado del hoyo con sus grandes palas de madera. Una palada sobre otra, una sobre otra, hasta completar un largo montículo de tierra que luego golpeteaban con el dorso de sus herramientas, dejándolo como una miniatura de la cordillera. Clavaron la cruz sobre el lado donde había quedado la cabeza de mi madre, colocaron las coronas y los ramos sobre el montículo y se fueron. Todos iniciaron la partida, en pequeños grupos familiares o de amigos. Aquellos que nadie conocía y que no conocían a nadie, se fueron retirando solos entre las demás tumbas, serpenteando con ese sarcasmo inconsciente que los vivos dejan escapar cuando deambulan por un cementerio: aquí caminamos los vivos, respiramos sobre vuestros huesos, jugamos a los caminitos y nos deleitamos con los grandes pinos de la calle principal, con el aroma de las flores frescas, sí están frescas aquí y allá y las sentimos, porque respiramos y buscamos la salida de esta ciudad medio fome, medio callada, eternamente dormida.

Yo me quedé un rato más, porque deseaba esparcir todas las semillas del paquetito que compré en la verdulería. Sí, eran semillas de pasto jardinero, de ese que a ti, madre, te gustaba. Abrí con mucho cuidado el sobre, dejé caer un puñado de semillas en mi mano y lentamente comencé a esparcirlas desde la misma cruz hasta el centro del montículo, con un movimiento zigzagueante, de suerte que cubrieran las dos laderas de la cordillera. Cuando se me acabaron las semillas en la mano, repetí la operación vaciando el sobre y completando el zigzag hasta tus mismos pies. Me sobraron unas cuantas que compartí con la vecina del frente, cuya sepultura tenía por toda geografía un valle circundado de fronteras amarillas. La tierra estaba lo suficientemente húmeda para que las semillas prendieran pronto y por lo demás llovería quizás a fines de esa semana.

Pasaron muy lentos los meses sin tu mirada, sin tu profunda relación con todo lo que te rodeaba: los platos, las gallinas, la cosecha de tomates, la siembra de papas, las crías que revoloteaban avivando los braseros, el caballo y su hociquera llena de pasto, la callana y el trigo dorándose rítmicamente sobre el fuego de la cocina, tus hijos más grandes que te ayudaban como podían y a medida que iban llegando de la escuela, el Valeriano a poner la mesa, la Marcelina a servir la comida, los gemelos a rodear a los más pequeños y yo que adoraba el aroma del trigo tostado, seguía moviendo la callana hasta lograr que los granos tomaran el color de los higos. Luego los vertía sobre una palangana que llevaba a la ventana para que se enfriaran y poder así molerlos cuidando obtener el grosor ideal que me gustaba en la harina tostada. Ya todos estaban a la mesa y tú dabas la señal para iniciar el almuerzo. Muchas veces me he descubierto haciendo la señal a nadie o a mí mismo en el comedor: miro cada una de las sillas que rodean la mesa y bajo el mentón hasta tocar mi pecho, luego me siento y ya estoy saboreando mi sopa para uno que en realidad dista miles de kilómetros de tus cazuelas, porotos o charquicanes recordados con deleite por toda la familia, llegando incluso a oídos de un estrafalario vendedor de libros que de tanto en tanto solía deambular por esos lugares.

Pasaron muy lentos los meses, es cierto y la pena por tu ausencia formaba parte de mis días, alojándose en cualquier conjunto de minutos descolgados de la rutina, horadando mi corazón hasta hacerle ciertas llagas diminutas que serían las causantes de su debilitamiento silencioso, descubierto a tiempo por ese gran agorero que visité a propósito de una molestia distinta, alojada en algún lugar de mi pierna izquierda. Se acercaba el día en que te correspondía plantar un nuevo rosal en el jardín de la entrada, el número sesenta y cinco, que según tu particular método de selección debería producir unas bellas rosas granate a principios de marzo. Pero eso ya no ocurriría, porque tú yacías en otro lugar, a tres metros por debajo de una cordillera de pasto circundada por una corona natural de rosas de los más diversos colores.

Y en lugar de plantar ese dichoso rosal apareciste el día de tu cumpleaños, Rosa Gaete. Para revelarme con natural desparpajo que efectivamente yo era capaz de recordar hasta lo que habías escondido de cada uno de tus cuentos. ¡Cómo es eso! –exclamé contrariado- Resulta que ahora puedo recordar lo que no nos dijo. ¡No me querrá volver loco con tamaña tontería! Entonces me señalabas, dirigiendo tu mirada a la guitarra quieta en el rincón, aquella historia que contaba cómo tu voz había huido con el alma del payador Manuel del Carmen, el último de tus hombres. Aquello ocurría en el espacio de una casa casi vacía, vieja por todos lados, llena de sonidos y voces atrapadas por el polvo de otro tiempo más alegre. Los cinco hermanos con los ojos bien abiertos, sólo atinábamos a confirmar que ese espacio era el que habitábamos. Para ser más precisa –nos insinuabas con una leve sonrisa picarona- en esta misma habitación… y esperabas los segundos exactos que demoraban nuestras bocas en quedar abiertas por completo… velamos al gran cantor Manuel del Carmen. A esas alturas estábamos los cinco tomados de la mano y tiritando.

Pero por qué ese susto niños –hablaba Rosa-, si el Manuel no va a volver, su alma se fue a cantar al otro lado y está allá regocijada y cristalina. No lo sabré yo que perdí mi voz de madrugada, mientras cabeceaba frente al brasero a la derecha del ataúd. De repente sentí frío y desperté algo inquieta. Agarré la varilla para atizar el fuego medio muerto, le coloqué un par de trozos del carbón recién hecho esa semana y siguiendo el crepitar de las cenizas incandescentes que se elevaban me voy dando cuenta niños cómo una especie de bolita de luz se apresta a salir por esa ventana. Todos volvíamos la vista hacia la derecha para observar una pequeña ventana que a esa hora ya se estaba tragando los primeros rayos de sol. Me asusté tanto que lancé un grito agudo pero breve. Y después no pude articular ningún sonido. Mi voz corrió tras la lucecita de su alma y se fue con ella. Toda la gente se lamentaba de mi desdicha, comentaban el extraño luto que llevaba, vivir muda por la voz perdida del cantor. Yo en tanto dejé de preocuparme cuando me soñé esa noche con mi Manuel, que me decía, tranquila mi Rosalazul, me decía. Su voz está conmigo y no hemos parado de cantar por estos lados en cuanta fiesta se ha celebrado. Pero no se preocupe usted, que lueguito la voy a mandar cascando para su bella boca, porque se tendrá que convencer que su lugar está todavía en ese lado, junto a usted y su memoria. Según recuerdo ahora, al día siguiente despertó lo mismo que todos los días. Apuró el fuego de la cocina, le colocó más agua a las teteras y se dispuso a servir la ronda de café a los que se quedaron velando al difunto, acompañándola con un trocito de pan con queso fresco. Conversaba eso sí en monosílabos gestuales, el sí o el no con la cabeza según le preguntaban. Demoró la gente en llevarle el ritmo, pero pronto estaban todos los vecinos del lugar acostumbrados y la vida continuó normalmente. Sólo que la gente empezó a notarse algo extraña, cada vez hablaban más, a veces les faltaban palabras para terminar sus ideas y tuvieron que tomar medidas, porque eso se había vuelto demasiado complicado para los escasos años de escuela que la mayor parte de ellos acumulaban. Y la Rosa nuevamente se encontraba en el ojo del remolino, porque su manía de no hablar era la culpable de esa explosión del verbo entre los campesinos. Le exigieron solución a través del presidente del comité rural quien tuvo que hablar directamente con ella: tú eres responsable de todo este problema, ya no podemos estarnos en silencio compartiendo un mate, no podemos porque hablamos y hablamos y se nos enfría el agua y se nos pasa la yerba y queremos seguir hablando, porque ideas no nos faltan. Rosa en verdad se sintió responsable por la suerte de sus vecinos y decidió terminar con el asunto. Cierto día reunió a todos los embromados y les presentó la solución bajo la higuera: sobre una mesa se encontraba un cuaderno viejo, pero bien conservado. Los que apenas balbuceaban la lectura, lograron descifrar que en la tapa decía “Manuel del Carmen. Canto a lo humano y lo divino”. Era el cuaderno donde el poeta había registrado sus quinientas veintidós composiciones. Un silencio repentino se sintió bajo la higuera y segundos más tarde un estrepitoso y desordenado intercambio de impresiones envolvió a los asistentes. ¡Pero qué se ha imaginado señora! Si no sabemos leer la mayoría. ¡Cómo se le ocurre doña! Si apenas podemos garabatear nuestras iniciales. ¿Quiere acaso que aprendamos a nuestra edad a leer? Rosa asintió con la cabeza. Silencio sepulcral, miradas atónitas. Nueva explosión de reclamos ¡Pero quien nos va a enseñar! ¿Usted acaso? Rosa volvió a asentir con la cabeza. Esta vez reinó el cuchicheo y las miradas incrédulas bajo la higuera se encendieron como una tira de petardos en año nuevo. ¿Y cómo piensa hacerlo si ni hablar puede? Rosa miró a sus hijos mayores, que de inmediato sintieron el peso de sesenta y nueve ojos sobre sus asustados rostros (aunque debo decir que el único ojo de doña Inmaculada podía mirar por dos de tan intenso y grande que se ponía).

Así se dio inicio en la casa vieja a una improvisada escuela de lectura que tuvo en poco tiempo a toda la comarca conversando en una lírica rigurosa que daba gusto. El campo se inundó de música…

Iba ya en la segunda taza de café y no había probado las tostadas, embebido como estaba en mis recuerdos. Como no me gustaban frías, las recalenté arriesgando que se endurecieran hasta lo incomible. Eso fue lo que sucedió al cabo de un par de minutos y tuve que renunciar a ellas. Pero no me importaba, porque ese día sería perfecto y no comer tostadas en la mañana podía ser parte de aquella perfección. ¿Qué tal si es una señal para cuidar mi peso? ¿Qué tal si en realidad quiere decir que debo salir más temprano a encontrar la vida sobre las calles? Estaba radiante en verdad y me preparé para enfrentar mi espléndido día, lavándome apresuradamente los dientes, cortando el gas de la cocina, apagando el calefont, estirando la colcha de la cama hacia atrás para que se “ventearan” las sábanas y finalmente, dándole un beso grande a tu fotografía. Salí entonces a la calle y caminé hacia la avenida para ubicar un taxi que me llevara al barrio de los museos. Inauguraban tres exposiciones durante el día y no podía perderme ninguna, pues debía escribir la crítica de cada una para la revista Cantera cuyo editor me las había encargado ayer por la tarde. Era mi primer trabajo después de una racha horrorosa de infortunios literarios. La oportunidad de recobrar mi prestigio tan alicaído desde ese terrible episodio de la persecución, que me llevó a refugiarme por casi año y medio en la casa vieja.

Mientras el taxi avanzaba por la avenida principal, recordé que todo había empezado la segunda vez que se apareció mi madre. Era aún temprano y yo estaba todo ensangrentado. Me dio un poco de vergüenza que me viera así. Le dije que esperara un momento, mientras me lavaba, me colocaba yodo en las heridas, me llenaba de parches la cara, los brazos y las piernas y tomaba un calmante por cada sección del cuerpo adolorida. Ella venía preocupada y claro, ahí mismo se enteró de lo sucedido. Traté de explicarle, de decirle que no era nada grave, que no se preocupara tanto, que no creía que volvieran a hacerlo. Y ella me paró en seco para señalar que debía irme lejos, porque vendrían a buscarme otra vez. Me quedé helado, tieso frente a su imagen de estampita bendecida. Otra vez tendré que huir pensé. Ya estoy aburrido, cansado. ¿Acaso no podía esperarles con la puerta asegurada y un arma cargada, enfrentármeles como se debe, el pecho henchido, la mirada altanera y en silencio? Como lo haría todo digno opositor. No, no podía. Era preciso que escapara, que me fuera, que volviera a la casa vieja, ahora abandonada. Allá estaría seguro. Para que le hiciera caso, me obligó a rememorar su más grande dolor. Yo intentaba recordar entre las pulsiones de cada una de las heridas que tenía. Tuve que cerrar los ojos para concentrarme. Ella en tanto, la Rosa muerta, estaba en silencio enfrente de mi cama y sus ojos se tornaban tristes como la huerta a principios del otoño. Todo había sido cosechado y sólo se veían los tallos tiesos de las habas y las arvejas sufriendo su decadencia amarillenta. Más allá, ella plantaba sobre un pequeño barbecho los únicos cincuenta dientes de ajo que le quedaron después de limpiar casi todas las casas de la zona, azotadas por una comitiva de diablos y diablillos encarnados en tropa uniformada. Digo casi todas las casas, porque a ciertas moradas Rosa Gaete no quería entrar y si lo hubiera hecho….esa es otra historia. Los diablos y diablillos buscaban imberbes muchachos para adosarles una larga cola de ira y unas bocas de humo entre sus manos. Varios escaparon al monte y rogaron que los espinos se cerraran para esconderles la humanidad asustada. Entre ellos se fue Calixto, el tercero de los mayores, del que no se puede contar nada ahora. Otros, felices, se colocaron las colas y de inmediato iniciaron una matanza de ciertos animales señalados para las provisiones del infierno. Entre esos se fue el Valeriano, primero de los mayores más alentados, prendado de la boca humeante que le entregaron. Años después la mamá supo que había matado más ganado en otras regiones desconocidas el Valeriano. La gente no es ganado, la gente no es ganado, le escuchamos decir cuando se dirigía hacia la higuera. Entonces la vimos escarbar la tierra donde 20 años antes había depositado enternecida “lo demás” del nacimiento de su hijo. La vimos desenterrar con el llanto contenido una caja pequeña de madera noble. La vimos abrir el diminuto candado de madera, levantar la tapa y tomar los restos del cordón y la placenta del Valeriano.

Y la vimos tirarlos al fuego con una pena negra en su rostro.

05 julio 2008

La historia de Rosa Gaete, contada por uno de sus hijos

II

Fue la primera vez que Rosa Gaete se me apareció. Justo al lado de su cuerpo, mirándolo tan triste como todos nosotros. Le pregunté cómo estaba (sentía detrás de mí los cuchicheos compasivos con que la concurrencia comentaba mi lamentable desvarío) y me dijo de un modo que apenas alcancé a descifrar que se sentía más liviana, más ambigua incluso. Con la pena de dejarnos y una alegría extraña de abandonar su cuerpo tan querido. Era raro, era casi incomprensible. Ahí me preguntó de golpe si me acordaba de las historias de su vida. Se notaba expectante, como si necesitara saber que las recordaba todas, para así irse tranquila de este lado de los sentidos. Le dije que después de varias rondas de conversación con mis hermanos (porque estas reuniones obligadas siempre sirven para ajustar las cuentas familiares en torno al que ya no oye más, justamente porque ya no oye nada más) en estos dos días, había llegado a la conclusión que era el único que lograba recordar cada uno de sus relatos. En todo caso tuve que confesarle: la Bella y el Justino también concluyeron lo mismo respecto a sus memorias y se dedicaron todo el tercer día a desarrollar una competencia inverosímil para que el público asistente dirimiera quién era en verdad el que recordaba más historias. Una amiga de la familia fue designada para anotar las historias que contaba cada uno, practicando un raya sobre la pared del comedor con un palito cuya punta introducía en el brasero para que se quemara y así, lápiz en mano, llevar la cuenta de los cuentos. Competencia inútil ya que nadie más que nosotros conocía sus historias. Y por lo demás los dos, sólo con el afán de ganar, habían inventado más de una historia. Yo me retiré del desafío y decidí callar –le dije- porque tenía miedo de contar las que yo sabía. No bien iniciaba una historia, rápidamente me sorprendía agregando hechos y personajes que nada tenían que ver en ellas. Esto era muy, muy raro –le seguí diciendo-, cuando recordaba los cuentos de su vida, estaba seguro que podía contarlos tal como ella los había relatado, pero de pronto aparecían esos seres no invitados por su memoria, esos acontecimientos no vividos. Y me entraba un temor helado, porque tal vez me estaba fallando la cabeza.

Ella sonreía tranquila, tenía una seguridad que en vida no le había visto nunca. Era como si estuviera gritando ¡Aleluya! y de pronto se esfumó. Su cuerpo seguía recostado, pálido y bello. Decidí ir a descansar un rato a mi habitación. En verdad decidí ir a llorar largamente a mi habitación, sin escuchar esta vez los murmullos que acompañaron mi salida del amplio salón del comedor.

Eran las siete de la mañana cuando la Bella fue a despertarme. Ambos teníamos los ojos hinchados, pero ella estaba así, según me contó destrozada, porque había perdido finalmente ante Justino y no pudo comprobar de ningún modo que la última historia que contó nuestro hermano era falsa. Hay que irnos al cementerio –me dijo finalmente. Están todos esperando por ti. Eres el menor hoy día y debes cargar la cruz. Yo no quería hacerlo, porque esas cruces negras con letras de un falso dorado me desagradaban, resultaban sin estilo, apagadas. Una cruz debe tener colores o ser definitivamente blanca. Todo debiera ser blanco en un funeral. El luto blanco es hermoso, limpio, conecta directamente con el creador. Intenté convencer de esto a todos mis hermanos, argumentando filosofías milenarias y costumbres arraigadas en las culturas más antiguas del planeta, sin ningún éxito. Nadie deseaba romper la costumbre y todos sin excepción afirmaron que a nuestra madre no le hubiese gustado. Ja! –pensé yo- esto comprueba que soy el único que recuerda sus historias y callaba mostrándoles a todos una rabia parida que ninguno se atrevió a enfrentar.

Apenas la Bella salió del cuarto, me estiré como un gato frente a la chimenea, bostecé sonoramente, dejé escapar un pedo y con cierta modorra me levanté. Salí así como estaba, todo despeinado, el terno arrugado y la flor violeta media aplastada en el bolsillo. Me lavé la cara en el lavatorio del corredor, me arreglé como pude el pelo revuelto. De camino al comedor, cambié la flor por un clavel de amarillo furioso. Antes de tomar la horrible cruz entre mis manos, deposité un beso sobre el vidrio del ataúd y le prometí en silencio a Rosa Gaete que todas las historias de su vida serían debidamente contadas.

El entierro fue más común de lo que uno pudiese imaginar después de haber hablado con el alma de su difunta madre en pleno velorio, escuchando de refilón cómo lo trataban de loquito melancólico (depresivo sin remedio le escuché decir a uno de los hermanos de la Rosa que decía ser nuestro tío). En fin, caminamos como tres cuadras hasta el cementerio del lugar y ahí estaba el hoyo preparado hace tres días exactos como manda otra norma tradicional que reza así: “si la tierra que recibe a un difunto está oreándose tres días seguidos, será imposible que su alma descienda a los infiernos, porque todos los humores del mundo de abajo se evaporan con ayuda del sol o se inundan y ahogan si ha estado lloviendo”. Ahora bien, podría quedar vagando igual entre los vivos o irse directamente al paraíso, según haya sido la vida de la occisa. Y esa condición, vagar o emigrar, era de absoluta decisión del altísimo o de alguno de sus representantes de turno. En todo esto sí podía yo creer, porque mi madre así lo había relatado. Pero –nos aclaraba de inmediato- solo es aplicable a los difuntos de muerte natural y tranquila, por cansancio, enfermedad de este mundo, vejez parcial o completa, impresión directa y accidente. Aquellos que fallecen en circunstancias más terribles, como encargos, asesinatos, enfermedades de otro mundo, atolondramiento y terror acumulado reciben otro tipo de trato. De esto me acordaba mientras dos panteoneros bajaban a cuerda el ataúd, depositándolo a dos metros y 45 centímetros por debajo de nuestros pies, porque si contábamos la distancia hasta nuestros ojos serían en promedio unos 4 metros y…el discurso del mayor de mis hermanos me sacó de mis apresurados cálculos que me servían para espantar cierto dolor que se había instalado en mi pecho una vez que sentí el golpe apagado del cajón sobre la tierra húmeda. No quería llorar de nuevo, pero la voz empalagosa de Misael, recordando lo mucho que adoraba a su mamacita me hizo llorar de rabia. Era un falso, un cínico ese Misael. Nunca había querido a nuestra madre y la culpaba todo el tiempo de la muerte de su padre, un obrero alcohólico al que se le ocurrió ir a trabajar de noche a la obra –era maestro albañil- para acumular horas extras. Rosa no se percató de su arrebato de responsabilidad pues estaba intentando hacer dormir a sus crías, que habían despertado con los gritos del obrero anunciando su triunfal y movediza llegada a la casa. Acto seguido, le pidió amablemente un plato de comida a su mujer, se sentó a la mesa y comenzó a comer en silencio. Rosa aprovechó para ir a calmar a sus pequeños que habían comenzado a chillar primero despacito, para luego establecer una verdadera sinfonía de llanto en la pieza del fondo. El obrero siguió comiendo en silencio, la mirada perdida en algún punto de la oscuridad de la sala, por lo que Rosa pensó que se había rendido en la misma mesa y encima del plato de garbanzos. Pero no fue así. El albañil se zampó todos los garbanzos, se levantó como pudo, se caló la manta de trabajo y decidió partir a la obra a hacer “horas extras”, pegando unos ladrillos en el segundo piso. Cuatro horas después, porque Rosa se había quedado dormida abrazando al zalamero de Misael, llegaban a avisarle que el caballero había sufrido un accidente en la obra, cuando intentaba pegar unos ladrillos en el segundo piso. No pudimos hacer nada señora, el maestro se pegó redondamente en la cabeza –le trataba de explicar el capataz.
-No se preocupe caballero, fue culpa de él no más este accidente. Nadie lo mandó a hacer horas extras, lleno como cuba. Rosa era directa y eso infundía respeto hasta en los más irrespetuosos. Solicitó a dos de los obreros que llevaran el cuerpo al cité para velarlo. Encargó a una de sus hijas mayores que preparara todo en la casa y se fue a pedir la excavación de un hoyo en el cementerio. Todo ocurrió muy rápido en esos cuatro días que se desintegraron entre atender a los concurrentes al velorio, contratar a las lloronas que ya escaseaban en esos años, al rezador para las novenas (que se habían reducido a tercetas), preparar las maletas, dirigir la procesión, observar la bajada del cajón de tabla rasa, escuchar las palabras del dirigente anarquista del sindicato de albañiles, único orador de la jornada, lanzar las dos coronas que llegaron y una rosa plástica regalada por la vecina florista, revisar que todo haya sido embalado, dormir por última vez en el cité y partir a la mañana siguiente de vuelta a la casa vieja de la que nunca, nunca debió haber salido.

El Misael le tomó rabia al principio porque no vestía de negro como había escuchado decir en el velorio que debía vestir una señora viuda. Le tomo rabia después porque pensó que debió haberse quedado al lado de su hombre mientras él comía, y estar atenta a lo que necesitase o acompañarle si decidía irse a acostar. Pero nunca dejarle salir sólo a trabajar a esas horas. Le tomó rabia también cuando se enteró, años después, por boca de otros albañiles miembros del sindicato, que el pobre maestro estaba afanado en hacer horas extras para comprarle un vestido nuevo a su mujer, lástima que terminaba tomándose casi toda la plata que juntaba, pero claro, el Misael no escuchó esa parte del cuento de los obreros porque lo habrían dicho medio entredientes, como cuando a uno lo están pelando en medio del velorio de su madre sólo porque se pone a conversar con ella sin mirar a la amortajada sobre la mesa. No la perdonó nunca, pero tampoco le preguntó nunca a ella lo que había ocurrido. Y así, ahora podía decir a los cuatro vientos que él adoraba a su mamacita y callar con ello que le importaba un carajo la partida de esa señora.

03 julio 2008

La historia de Rosa Gaete, contada por uno de sus hijos

I

La última vez que Rosa Gaete apareció, era la noche de un día perfecto. Esto quiere decir (para no confundirse pensando que me refiero a la belleza de la abundante oscuridad o a la cantidad de estrellas que se podían contar en el cielo abierto), que era la culminación de un día en que todo había marchado a las mil maravillas desde que desperté. Al abrir los ojos por la mañana, no recordaba haber sufrido pesadillas y me puso muy alegre el sol que acariciaba mi rostro, descompuesto a esas alturas del mes por infinidad de problemas y complicaciones. Me levanté de un salto, impulsando mi cuerpo desnudo (desde que vivo solo me gusta sentir la seda de las sábanas) con los resortes del colchón. La bajada de cama, un afelpado chañuntuko adquirido en pleno barrio Pinto de Temuco hace años ya, me hacía cosquillas, en los pies primero y luego en las canillas, los muslos, la punta del pene, dentro del ombligo, la barbilla, porque tuve que agacharme y bucear bajo la cama para ubicar una de las zapatillas de levantarse. Ya repuesto el orden de las pantuflas en mis pies, abrí las gruesas cortinas del ventanal logrando así que el sol entrara de lleno y con más fuerza a invadir toda la cama y las paredes que lo enfrentaban. Luego me dediqué a preparar la ducha y mientras el vapor inundaba la sala de baño, empañando el espejo sobre el lavamanos, comencé a entonar la canción que mi madre solía interpretar para despertarnos. Era una melodía campesina muy suave y algo triste… hecha con los sollozos del sauce –solía decir ella-, una vez que los cinco hermanos más pequeños, nos incorporábamos medio enredados en nuestras hermosas dos camas, pidiéndole en silencio nos explicara por qué le gustaba instalarnos la melancolía para empezar el día. Ella, que ya había ahogado la última nota de la tonada en un susurro, sonreía y comenzaba a contarnos otra parte de la historia de su vida.

Siempre recordaba esto cuando cantaba aquella canción que no tenía nada de especial. Hablaba del amor y el desamor, de la lluvia, de los brotes, de la hierba marchita, y de la higuera en medio del patio. Es la melodía lo que me cautiva –pensé- y siempre que intuía un buen día en mi vida, cantaba la canción por lo menos hasta que estaba completamente vestido. Una hora demoraba en acicalarme. Todos esos minutos se repartían del siguiente modo: treinta y ocho minutos de baño (que incluían la ducha, la eliminación de los escasos vellos de la barba y la aplicación de perfume en todo el cuerpo en dosis soportables); veinte minutos que me tomaba en elegir la ropa del día, colocármela y evaluar ante el espejo, satisfecho, la buena elección. Dos minutos más con la peineta se deben incluir en este último periodo. Entonces se producía el instante supremo de contemplación de mi mismo: aparecía el bello muchacho que iniciaba un día pleno y un silencio ceremonial marcaba el fin del canto. Estaba listo para desayunar.

Pero el recuerdo de mi madre se me quedaba. Algunos años antes –yo era un chico de dieciséis- me contó que tenía esa manía de los retazos, porque así se aseguraba que a cada uno de sus hijos e hijas les quedaría quizás un trozo de su vida en la memoria. Y si alguno de ustedes los conservara todos, ¡Aleluya! –decía, mirando al cielo con sus ojos llenos de esa extraña alegría humedecida.

La tetera que chillaba sobre el fuego, me regresó a los afanes de la cocina. La retiré y me serví el café muy suave, muy simple, porque el médico me había recomendado bajar la dosis de todos los tipos de toxinas que prodigaba a mi cuerpo. Debía cuidar según su juicio, mi débil corazón. Aunque no tomaba mucho en cuenta esta visión medio agorera, me asusté hace dos semanas, porque me vino un mareo y una puntada leve en el pecho, mientras subía la escalera que lleva a mi habitación. No más alcohol ni cigarrillos nada de azúcar sólo café porque no puedo dejarlo pero eso sí casi transparente agua mucha agua fruta y verduras carnes blancas carnes magras omega-3 gingko biloba hierbas para la presión bailahuen extractos de… pensaba aceleradamente afirmado al pasamanos, esperando que todo pasara. Después de cinco minutos me sentí mejor, respiré profundo aunque con cierto cuidado, que en realidad era miedo a que el dolor regresara. Y seguí subiendo muy lentamente, convencido de enmendar el rumbo de mi dieta cotidiana.

El recuerdo de mi madre estaba ahí de nuevo. Su rostro pálido sobre la mesa se veía medio tétrico a la luz de esas lámparas de escasos watts que ponen las funerarias para alumbrar a los difuntos. Pero era un rostro tranquilo, descansado. Había muerto de algún tipo de cáncer extraño que los médicos no lograron identificar, aunque discutieron hasta después de su fallecimiento quién tenía la razón. Incluso uno de ellos, experto cancerólogo, tuvo la osadía de concurrir al velorio, darme un pésame sin gracia (siempre he odiado esa formalidad del pésame que obliga al decoro de un dolor empaquetado), y luego rogarme circunspecto, le dejara retirar (creo que esa fue la palabra que usó) inmediatamente un trozo de piel para practicarle un análisis revolucionario que permitiría descubrir finalmente qué tipo de cáncer había despachado a mi madre. Yo lo miré tranquilo, pero molesto y le dije en voz muy leve que se fuera a la misma mierda con su medicina, porque no la necesitaba para saber la causa de la muerte de mi madre. Por lo demás –concluí conservando la levedad del timbre- ella ya me dijo de qué murió. Esto último lo dije sólo para provocarlo. Los ojos del facultativo se desorbitaron, su cara tomó el mismo color de la difunta y después de unos segundos logró articular un dramático disculpe usted, retirándose sin poder quitarme la mirada de encima.

02 julio 2008


LA HISTORIA DE ROSA GAETE

Una serie de relatos sobre la vida de una mujer que existió partida en dos. Pero así y todo logró formar una familia.

El narrador es uno de sus hijos: ROSAMEL GAETE, muchacho efímero, pero de una memoria envidiable.

Ya hemos adelantado algunos de estos relatos. AHORA queremos que todos puedan leer la historia completa...pero en el orden que posee el texto.
¡Así que iniciamos esta entrega de capítulos/entradas ahora mismo. En la próxima entrada!

¡¡¡Que la disfruten!!!

Ediciones Ñire Negro