19 mayo 2008

Lo otro, lo otro

El recuerdo de mi madre estaba ahí de nuevo. Su rostro pálido sobre la mesa se veía medio tétrico a la luz de esas lámparas de escasos watts que ponen las funerarias para alumbrar a los difuntos. Pero era un rostro tranquilo, descansado. Había muerto de algún tipo de cáncer extraño que los médicos no lograron identificar, aunque discutieron hasta después de su fallecimiento quién tenía la razón. Incluso uno de ellos, experto cancerólogo, tuvo la osadía de concurrir al velorio, darme un pésame sin gracia (siempre he odiado esa formalidad del pésame que obliga al decoro de un dolor empaquetado), y luego rogarme circunspecto, le dejara retirar (creo que esa fue la palabra que usó) inmediatamente un trozo de piel para practicarle un análisis revolucionario que permitiría descubrir finalmente qué tipo de cáncer había despachado a mi madre. Yo lo miré tranquilo, pero molesto y le dije en voz muy leve que se fuera a la misma mierda con su medicina, porque no la necesitaba para saber la causa de la muerte de mi madre. Por lo demás –concluí conservando la levedad del timbre- ella ya me dijo de qué murió. Esto último lo dije sólo para provocarlo. Los ojos del facultativo se desorbitaron, su cara tomó el mismo color de la difunta y después de unos segundos logró articular un dramático disculpe usted, retirándose sin poder quitarme la mirada de encima.
(Extracto de: La historia de Rosa Gaete, texto que está en proceso de ser algo...)

17 mayo 2008

Alas sobre el cementerio

¡Un alarido sobre el silencio!

El cementerio
postal de casas falsas
engañitos infantiles
flores sin aroma

Cada cerco se desprende
en varios tipos de silencio
todas las tejuelas se acomodan
a la muerte

¡Un alarido bajo los cerros!

De rabillo se observa
cómo brota por los pequeños caños escarchados
la humareda perenne
de los huesos al descampado

Tarde mal o nunca
atiende la memoria de los muertos
desde acá se les susurra
muerto, muerto, mi muerto
tu muerto, muerto
se les canta
todo un año.
Después se los va dejando
allí, solitarios.


No vaya a ser cosa que no quieran irse

(de Quemar las Alas. Inédito)

11 mayo 2008

Erradicación

La población completa se fue. Más bien la arrancaron a camionadas militares de su sitio. Y quedé solo nuevamente. El polvo agrio que inundó la tarde se disipaba entre las luces de los autos que cruzaban por mis ojos. Deambulé horas entre los escombros, entre las cabezas arrancadas de muñecas baratas, los restos de ropa de tercera o cuarta mano, los pozos negros colapsados, las fonolas quebradas, las maderas arrancadas de cuajo de la tierra. Recorrí en silencio aquel furúnculo negro que se había pegado por décadas al rostro juvenil de la comuna más delicada de la capital.

Llegué cansado a casa, hediondo y hambriento. Llegué también haciendo arcadas, con dolor al pecho y un pañuelo mojado de sudor y lágrimas. La población nunca más estaría allí, frente a mi memoria, a mis mañanas, nunca más mi población abierta a ese cariño de viejos buenos, sentados en un sillón de micro tomando vino con harina.