III
Después hablaron otros tantos miembros de la familia, lo que me ayudó a encontrar de nuevo la calma. En honor a la verdad yo no estaba para sopesar la calidad de lo que cada deudo quería decirle a quien ya no escuchaba y además ya se estaba poniendo aburrido el evento, así que para apurarlo me puse a desparramar despacito puñados de tierra sobre el ataúd. De a poco los asistentes fueron acompañando esa especie de rito que según supe después, se convertiría en tradición en esos lados, practicada hasta en aquellos funerales donde los muertos eran depositados en nichos a tres metros sobre el suelo. Ahí resultaba un tanto complicada la operativa del rito porque había quienes al lanzar la tierra hacia el nicho y por efectos de la mentada gravedad de Newton, recibían sobre sus cabezas una lluvia de micro terrones que les obligaba a lavarse el pelo no bien llegaban a casa. Se extendió rápidamente el uso de sombreros de cuero, para permitir que la tierra corriera tranquilamente por los costados de las cabezas. Y otras veces, en días de lluvia, los paraguas protegían a dos y hasta a tres deudos de los montones de barro que caían desde el nicho en cuestión. Pero la tradición se afirmó del todo y ya aparece consignada en los más importantes tratados sobre folklore que se hayan publicado sobre ese particular territorio.
Los sepultureros completaron el llenado del hoyo con sus grandes palas de madera. Una palada sobre otra, una sobre otra, hasta completar un largo montículo de tierra que luego golpeteaban con el dorso de sus herramientas, dejándolo como una miniatura de la cordillera. Clavaron la cruz sobre el lado donde había quedado la cabeza de mi madre, colocaron las coronas y los ramos sobre el montículo y se fueron. Todos iniciaron la partida, en pequeños grupos familiares o de amigos. Aquellos que nadie conocía y que no conocían a nadie, se fueron retirando solos entre las demás tumbas, serpenteando con ese sarcasmo inconsciente que los vivos dejan escapar cuando deambulan por un cementerio: aquí caminamos los vivos, respiramos sobre vuestros huesos, jugamos a los caminitos y nos deleitamos con los grandes pinos de la calle principal, con el aroma de las flores frescas, sí están frescas aquí y allá y las sentimos, porque respiramos y buscamos la salida de esta ciudad medio fome, medio callada, eternamente dormida.
Yo me quedé un rato más, porque deseaba esparcir todas las semillas del paquetito que compré en la verdulería. Sí, eran semillas de pasto jardinero, de ese que a ti, madre, te gustaba. Abrí con mucho cuidado el sobre, dejé caer un puñado de semillas en mi mano y lentamente comencé a esparcirlas desde la misma cruz hasta el centro del montículo, con un movimiento zigzagueante, de suerte que cubrieran las dos laderas de la cordillera. Cuando se me acabaron las semillas en la mano, repetí la operación vaciando el sobre y completando el zigzag hasta tus mismos pies. Me sobraron unas cuantas que compartí con la vecina del frente, cuya sepultura tenía por toda geografía un valle circundado de fronteras amarillas. La tierra estaba lo suficientemente húmeda para que las semillas prendieran pronto y por lo demás llovería quizás a fines de esa semana.
Pasaron muy lentos los meses sin tu mirada, sin tu profunda relación con todo lo que te rodeaba: los platos, las gallinas, la cosecha de tomates, la siembra de papas, las crías que revoloteaban avivando los braseros, el caballo y su hociquera llena de pasto, la callana y el trigo dorándose rítmicamente sobre el fuego de la cocina, tus hijos más grandes que te ayudaban como podían y a medida que iban llegando de la escuela, el Valeriano a poner la mesa, la Marcelina a servir la comida, los gemelos a rodear a los más pequeños y yo que adoraba el aroma del trigo tostado, seguía moviendo la callana hasta lograr que los granos tomaran el color de los higos. Luego los vertía sobre una palangana que llevaba a la ventana para que se enfriaran y poder así molerlos cuidando obtener el grosor ideal que me gustaba en la harina tostada. Ya todos estaban a la mesa y tú dabas la señal para iniciar el almuerzo. Muchas veces me he descubierto haciendo la señal a nadie o a mí mismo en el comedor: miro cada una de las sillas que rodean la mesa y bajo el mentón hasta tocar mi pecho, luego me siento y ya estoy saboreando mi sopa para uno que en realidad dista miles de kilómetros de tus cazuelas, porotos o charquicanes recordados con deleite por toda la familia, llegando incluso a oídos de un estrafalario vendedor de libros que de tanto en tanto solía deambular por esos lugares.
Pasaron muy lentos los meses, es cierto y la pena por tu ausencia formaba parte de mis días, alojándose en cualquier conjunto de minutos descolgados de la rutina, horadando mi corazón hasta hacerle ciertas llagas diminutas que serían las causantes de su debilitamiento silencioso, descubierto a tiempo por ese gran agorero que visité a propósito de una molestia distinta, alojada en algún lugar de mi pierna izquierda. Se acercaba el día en que te correspondía plantar un nuevo rosal en el jardín de la entrada, el número sesenta y cinco, que según tu particular método de selección debería producir unas bellas rosas granate a principios de marzo. Pero eso ya no ocurriría, porque tú yacías en otro lugar, a tres metros por debajo de una cordillera de pasto circundada por una corona natural de rosas de los más diversos colores.
Y en lugar de plantar ese dichoso rosal apareciste el día de tu cumpleaños, Rosa Gaete. Para revelarme con natural desparpajo que efectivamente yo era capaz de recordar hasta lo que habías escondido de cada uno de tus cuentos. ¡Cómo es eso! –exclamé contrariado- Resulta que ahora puedo recordar lo que no nos dijo. ¡No me querrá volver loco con tamaña tontería! Entonces me señalabas, dirigiendo tu mirada a la guitarra quieta en el rincón, aquella historia que contaba cómo tu voz había huido con el alma del payador Manuel del Carmen, el último de tus hombres. Aquello ocurría en el espacio de una casa casi vacía, vieja por todos lados, llena de sonidos y voces atrapadas por el polvo de otro tiempo más alegre. Los cinco hermanos con los ojos bien abiertos, sólo atinábamos a confirmar que ese espacio era el que habitábamos. Para ser más precisa –nos insinuabas con una leve sonrisa picarona- en esta misma habitación… y esperabas los segundos exactos que demoraban nuestras bocas en quedar abiertas por completo… velamos al gran cantor Manuel del Carmen. A esas alturas estábamos los cinco tomados de la mano y tiritando.
Pero por qué ese susto niños –hablaba Rosa-, si el Manuel no va a volver, su alma se fue a cantar al otro lado y está allá regocijada y cristalina. No lo sabré yo que perdí mi voz de madrugada, mientras cabeceaba frente al brasero a la derecha del ataúd. De repente sentí frío y desperté algo inquieta. Agarré la varilla para atizar el fuego medio muerto, le coloqué un par de trozos del carbón recién hecho esa semana y siguiendo el crepitar de las cenizas incandescentes que se elevaban me voy dando cuenta niños cómo una especie de bolita de luz se apresta a salir por esa ventana. Todos volvíamos la vista hacia la derecha para observar una pequeña ventana que a esa hora ya se estaba tragando los primeros rayos de sol. Me asusté tanto que lancé un grito agudo pero breve. Y después no pude articular ningún sonido. Mi voz corrió tras la lucecita de su alma y se fue con ella. Toda la gente se lamentaba de mi desdicha, comentaban el extraño luto que llevaba, vivir muda por la voz perdida del cantor. Yo en tanto dejé de preocuparme cuando me soñé esa noche con mi Manuel, que me decía, tranquila mi Rosalazul, me decía. Su voz está conmigo y no hemos parado de cantar por estos lados en cuanta fiesta se ha celebrado. Pero no se preocupe usted, que lueguito la voy a mandar cascando para su bella boca, porque se tendrá que convencer que su lugar está todavía en ese lado, junto a usted y su memoria. Según recuerdo ahora, al día siguiente despertó lo mismo que todos los días. Apuró el fuego de la cocina, le colocó más agua a las teteras y se dispuso a servir la ronda de café a los que se quedaron velando al difunto, acompañándola con un trocito de pan con queso fresco. Conversaba eso sí en monosílabos gestuales, el sí o el no con la cabeza según le preguntaban. Demoró la gente en llevarle el ritmo, pero pronto estaban todos los vecinos del lugar acostumbrados y la vida continuó normalmente. Sólo que la gente empezó a notarse algo extraña, cada vez hablaban más, a veces les faltaban palabras para terminar sus ideas y tuvieron que tomar medidas, porque eso se había vuelto demasiado complicado para los escasos años de escuela que la mayor parte de ellos acumulaban. Y la Rosa nuevamente se encontraba en el ojo del remolino, porque su manía de no hablar era la culpable de esa explosión del verbo entre los campesinos. Le exigieron solución a través del presidente del comité rural quien tuvo que hablar directamente con ella: tú eres responsable de todo este problema, ya no podemos estarnos en silencio compartiendo un mate, no podemos porque hablamos y hablamos y se nos enfría el agua y se nos pasa la yerba y queremos seguir hablando, porque ideas no nos faltan. Rosa en verdad se sintió responsable por la suerte de sus vecinos y decidió terminar con el asunto. Cierto día reunió a todos los embromados y les presentó la solución bajo la higuera: sobre una mesa se encontraba un cuaderno viejo, pero bien conservado. Los que apenas balbuceaban la lectura, lograron descifrar que en la tapa decía “Manuel del Carmen. Canto a lo humano y lo divino”. Era el cuaderno donde el poeta había registrado sus quinientas veintidós composiciones. Un silencio repentino se sintió bajo la higuera y segundos más tarde un estrepitoso y desordenado intercambio de impresiones envolvió a los asistentes. ¡Pero qué se ha imaginado señora! Si no sabemos leer la mayoría. ¡Cómo se le ocurre doña! Si apenas podemos garabatear nuestras iniciales. ¿Quiere acaso que aprendamos a nuestra edad a leer? Rosa asintió con la cabeza. Silencio sepulcral, miradas atónitas. Nueva explosión de reclamos ¡Pero quien nos va a enseñar! ¿Usted acaso? Rosa volvió a asentir con la cabeza. Esta vez reinó el cuchicheo y las miradas incrédulas bajo la higuera se encendieron como una tira de petardos en año nuevo. ¿Y cómo piensa hacerlo si ni hablar puede? Rosa miró a sus hijos mayores, que de inmediato sintieron el peso de sesenta y nueve ojos sobre sus asustados rostros (aunque debo decir que el único ojo de doña Inmaculada podía mirar por dos de tan intenso y grande que se ponía).
Así se dio inicio en la casa vieja a una improvisada escuela de lectura que tuvo en poco tiempo a toda la comarca conversando en una lírica rigurosa que daba gusto. El campo se inundó de música…
Iba ya en la segunda taza de café y no había probado las tostadas, embebido como estaba en mis recuerdos. Como no me gustaban frías, las recalenté arriesgando que se endurecieran hasta lo incomible. Eso fue lo que sucedió al cabo de un par de minutos y tuve que renunciar a ellas. Pero no me importaba, porque ese día sería perfecto y no comer tostadas en la mañana podía ser parte de aquella perfección. ¿Qué tal si es una señal para cuidar mi peso? ¿Qué tal si en realidad quiere decir que debo salir más temprano a encontrar la vida sobre las calles? Estaba radiante en verdad y me preparé para enfrentar mi espléndido día, lavándome apresuradamente los dientes, cortando el gas de la cocina, apagando el calefont, estirando la colcha de la cama hacia atrás para que se “ventearan” las sábanas y finalmente, dándole un beso grande a tu fotografía. Salí entonces a la calle y caminé hacia la avenida para ubicar un taxi que me llevara al barrio de los museos. Inauguraban tres exposiciones durante el día y no podía perderme ninguna, pues debía escribir la crítica de cada una para la revista Cantera cuyo editor me las había encargado ayer por la tarde. Era mi primer trabajo después de una racha horrorosa de infortunios literarios. La oportunidad de recobrar mi prestigio tan alicaído desde ese terrible episodio de la persecución, que me llevó a refugiarme por casi año y medio en la casa vieja.
Mientras el taxi avanzaba por la avenida principal, recordé que todo había empezado la segunda vez que se apareció mi madre. Era aún temprano y yo estaba todo ensangrentado. Me dio un poco de vergüenza que me viera así. Le dije que esperara un momento, mientras me lavaba, me colocaba yodo en las heridas, me llenaba de parches la cara, los brazos y las piernas y tomaba un calmante por cada sección del cuerpo adolorida. Ella venía preocupada y claro, ahí mismo se enteró de lo sucedido. Traté de explicarle, de decirle que no era nada grave, que no se preocupara tanto, que no creía que volvieran a hacerlo. Y ella me paró en seco para señalar que debía irme lejos, porque vendrían a buscarme otra vez. Me quedé helado, tieso frente a su imagen de estampita bendecida. Otra vez tendré que huir pensé. Ya estoy aburrido, cansado. ¿Acaso no podía esperarles con la puerta asegurada y un arma cargada, enfrentármeles como se debe, el pecho henchido, la mirada altanera y en silencio? Como lo haría todo digno opositor. No, no podía. Era preciso que escapara, que me fuera, que volviera a la casa vieja, ahora abandonada. Allá estaría seguro. Para que le hiciera caso, me obligó a rememorar su más grande dolor. Yo intentaba recordar entre las pulsiones de cada una de las heridas que tenía. Tuve que cerrar los ojos para concentrarme. Ella en tanto, la Rosa muerta, estaba en silencio enfrente de mi cama y sus ojos se tornaban tristes como la huerta a principios del otoño. Todo había sido cosechado y sólo se veían los tallos tiesos de las habas y las arvejas sufriendo su decadencia amarillenta. Más allá, ella plantaba sobre un pequeño barbecho los únicos cincuenta dientes de ajo que le quedaron después de limpiar casi todas las casas de la zona, azotadas por una comitiva de diablos y diablillos encarnados en tropa uniformada. Digo casi todas las casas, porque a ciertas moradas Rosa Gaete no quería entrar y si lo hubiera hecho….esa es otra historia. Los diablos y diablillos buscaban imberbes muchachos para adosarles una larga cola de ira y unas bocas de humo entre sus manos. Varios escaparon al monte y rogaron que los espinos se cerraran para esconderles la humanidad asustada. Entre ellos se fue Calixto, el tercero de los mayores, del que no se puede contar nada ahora. Otros, felices, se colocaron las colas y de inmediato iniciaron una matanza de ciertos animales señalados para las provisiones del infierno. Entre esos se fue el Valeriano, primero de los mayores más alentados, prendado de la boca humeante que le entregaron. Años después la mamá supo que había matado más ganado en otras regiones desconocidas el Valeriano. La gente no es ganado, la gente no es ganado, le escuchamos decir cuando se dirigía hacia la higuera. Entonces la vimos escarbar la tierra donde 20 años antes había depositado enternecida “lo demás” del nacimiento de su hijo. La vimos desenterrar con el llanto contenido una caja pequeña de madera noble. La vimos abrir el diminuto candado de madera, levantar la tapa y tomar los restos del cordón y la placenta del Valeriano.
Y la vimos tirarlos al fuego con una pena negra en su rostro.
Después hablaron otros tantos miembros de la familia, lo que me ayudó a encontrar de nuevo la calma. En honor a la verdad yo no estaba para sopesar la calidad de lo que cada deudo quería decirle a quien ya no escuchaba y además ya se estaba poniendo aburrido el evento, así que para apurarlo me puse a desparramar despacito puñados de tierra sobre el ataúd. De a poco los asistentes fueron acompañando esa especie de rito que según supe después, se convertiría en tradición en esos lados, practicada hasta en aquellos funerales donde los muertos eran depositados en nichos a tres metros sobre el suelo. Ahí resultaba un tanto complicada la operativa del rito porque había quienes al lanzar la tierra hacia el nicho y por efectos de la mentada gravedad de Newton, recibían sobre sus cabezas una lluvia de micro terrones que les obligaba a lavarse el pelo no bien llegaban a casa. Se extendió rápidamente el uso de sombreros de cuero, para permitir que la tierra corriera tranquilamente por los costados de las cabezas. Y otras veces, en días de lluvia, los paraguas protegían a dos y hasta a tres deudos de los montones de barro que caían desde el nicho en cuestión. Pero la tradición se afirmó del todo y ya aparece consignada en los más importantes tratados sobre folklore que se hayan publicado sobre ese particular territorio.
Los sepultureros completaron el llenado del hoyo con sus grandes palas de madera. Una palada sobre otra, una sobre otra, hasta completar un largo montículo de tierra que luego golpeteaban con el dorso de sus herramientas, dejándolo como una miniatura de la cordillera. Clavaron la cruz sobre el lado donde había quedado la cabeza de mi madre, colocaron las coronas y los ramos sobre el montículo y se fueron. Todos iniciaron la partida, en pequeños grupos familiares o de amigos. Aquellos que nadie conocía y que no conocían a nadie, se fueron retirando solos entre las demás tumbas, serpenteando con ese sarcasmo inconsciente que los vivos dejan escapar cuando deambulan por un cementerio: aquí caminamos los vivos, respiramos sobre vuestros huesos, jugamos a los caminitos y nos deleitamos con los grandes pinos de la calle principal, con el aroma de las flores frescas, sí están frescas aquí y allá y las sentimos, porque respiramos y buscamos la salida de esta ciudad medio fome, medio callada, eternamente dormida.
Yo me quedé un rato más, porque deseaba esparcir todas las semillas del paquetito que compré en la verdulería. Sí, eran semillas de pasto jardinero, de ese que a ti, madre, te gustaba. Abrí con mucho cuidado el sobre, dejé caer un puñado de semillas en mi mano y lentamente comencé a esparcirlas desde la misma cruz hasta el centro del montículo, con un movimiento zigzagueante, de suerte que cubrieran las dos laderas de la cordillera. Cuando se me acabaron las semillas en la mano, repetí la operación vaciando el sobre y completando el zigzag hasta tus mismos pies. Me sobraron unas cuantas que compartí con la vecina del frente, cuya sepultura tenía por toda geografía un valle circundado de fronteras amarillas. La tierra estaba lo suficientemente húmeda para que las semillas prendieran pronto y por lo demás llovería quizás a fines de esa semana.
Pasaron muy lentos los meses sin tu mirada, sin tu profunda relación con todo lo que te rodeaba: los platos, las gallinas, la cosecha de tomates, la siembra de papas, las crías que revoloteaban avivando los braseros, el caballo y su hociquera llena de pasto, la callana y el trigo dorándose rítmicamente sobre el fuego de la cocina, tus hijos más grandes que te ayudaban como podían y a medida que iban llegando de la escuela, el Valeriano a poner la mesa, la Marcelina a servir la comida, los gemelos a rodear a los más pequeños y yo que adoraba el aroma del trigo tostado, seguía moviendo la callana hasta lograr que los granos tomaran el color de los higos. Luego los vertía sobre una palangana que llevaba a la ventana para que se enfriaran y poder así molerlos cuidando obtener el grosor ideal que me gustaba en la harina tostada. Ya todos estaban a la mesa y tú dabas la señal para iniciar el almuerzo. Muchas veces me he descubierto haciendo la señal a nadie o a mí mismo en el comedor: miro cada una de las sillas que rodean la mesa y bajo el mentón hasta tocar mi pecho, luego me siento y ya estoy saboreando mi sopa para uno que en realidad dista miles de kilómetros de tus cazuelas, porotos o charquicanes recordados con deleite por toda la familia, llegando incluso a oídos de un estrafalario vendedor de libros que de tanto en tanto solía deambular por esos lugares.
Pasaron muy lentos los meses, es cierto y la pena por tu ausencia formaba parte de mis días, alojándose en cualquier conjunto de minutos descolgados de la rutina, horadando mi corazón hasta hacerle ciertas llagas diminutas que serían las causantes de su debilitamiento silencioso, descubierto a tiempo por ese gran agorero que visité a propósito de una molestia distinta, alojada en algún lugar de mi pierna izquierda. Se acercaba el día en que te correspondía plantar un nuevo rosal en el jardín de la entrada, el número sesenta y cinco, que según tu particular método de selección debería producir unas bellas rosas granate a principios de marzo. Pero eso ya no ocurriría, porque tú yacías en otro lugar, a tres metros por debajo de una cordillera de pasto circundada por una corona natural de rosas de los más diversos colores.
Y en lugar de plantar ese dichoso rosal apareciste el día de tu cumpleaños, Rosa Gaete. Para revelarme con natural desparpajo que efectivamente yo era capaz de recordar hasta lo que habías escondido de cada uno de tus cuentos. ¡Cómo es eso! –exclamé contrariado- Resulta que ahora puedo recordar lo que no nos dijo. ¡No me querrá volver loco con tamaña tontería! Entonces me señalabas, dirigiendo tu mirada a la guitarra quieta en el rincón, aquella historia que contaba cómo tu voz había huido con el alma del payador Manuel del Carmen, el último de tus hombres. Aquello ocurría en el espacio de una casa casi vacía, vieja por todos lados, llena de sonidos y voces atrapadas por el polvo de otro tiempo más alegre. Los cinco hermanos con los ojos bien abiertos, sólo atinábamos a confirmar que ese espacio era el que habitábamos. Para ser más precisa –nos insinuabas con una leve sonrisa picarona- en esta misma habitación… y esperabas los segundos exactos que demoraban nuestras bocas en quedar abiertas por completo… velamos al gran cantor Manuel del Carmen. A esas alturas estábamos los cinco tomados de la mano y tiritando.
Pero por qué ese susto niños –hablaba Rosa-, si el Manuel no va a volver, su alma se fue a cantar al otro lado y está allá regocijada y cristalina. No lo sabré yo que perdí mi voz de madrugada, mientras cabeceaba frente al brasero a la derecha del ataúd. De repente sentí frío y desperté algo inquieta. Agarré la varilla para atizar el fuego medio muerto, le coloqué un par de trozos del carbón recién hecho esa semana y siguiendo el crepitar de las cenizas incandescentes que se elevaban me voy dando cuenta niños cómo una especie de bolita de luz se apresta a salir por esa ventana. Todos volvíamos la vista hacia la derecha para observar una pequeña ventana que a esa hora ya se estaba tragando los primeros rayos de sol. Me asusté tanto que lancé un grito agudo pero breve. Y después no pude articular ningún sonido. Mi voz corrió tras la lucecita de su alma y se fue con ella. Toda la gente se lamentaba de mi desdicha, comentaban el extraño luto que llevaba, vivir muda por la voz perdida del cantor. Yo en tanto dejé de preocuparme cuando me soñé esa noche con mi Manuel, que me decía, tranquila mi Rosalazul, me decía. Su voz está conmigo y no hemos parado de cantar por estos lados en cuanta fiesta se ha celebrado. Pero no se preocupe usted, que lueguito la voy a mandar cascando para su bella boca, porque se tendrá que convencer que su lugar está todavía en ese lado, junto a usted y su memoria. Según recuerdo ahora, al día siguiente despertó lo mismo que todos los días. Apuró el fuego de la cocina, le colocó más agua a las teteras y se dispuso a servir la ronda de café a los que se quedaron velando al difunto, acompañándola con un trocito de pan con queso fresco. Conversaba eso sí en monosílabos gestuales, el sí o el no con la cabeza según le preguntaban. Demoró la gente en llevarle el ritmo, pero pronto estaban todos los vecinos del lugar acostumbrados y la vida continuó normalmente. Sólo que la gente empezó a notarse algo extraña, cada vez hablaban más, a veces les faltaban palabras para terminar sus ideas y tuvieron que tomar medidas, porque eso se había vuelto demasiado complicado para los escasos años de escuela que la mayor parte de ellos acumulaban. Y la Rosa nuevamente se encontraba en el ojo del remolino, porque su manía de no hablar era la culpable de esa explosión del verbo entre los campesinos. Le exigieron solución a través del presidente del comité rural quien tuvo que hablar directamente con ella: tú eres responsable de todo este problema, ya no podemos estarnos en silencio compartiendo un mate, no podemos porque hablamos y hablamos y se nos enfría el agua y se nos pasa la yerba y queremos seguir hablando, porque ideas no nos faltan. Rosa en verdad se sintió responsable por la suerte de sus vecinos y decidió terminar con el asunto. Cierto día reunió a todos los embromados y les presentó la solución bajo la higuera: sobre una mesa se encontraba un cuaderno viejo, pero bien conservado. Los que apenas balbuceaban la lectura, lograron descifrar que en la tapa decía “Manuel del Carmen. Canto a lo humano y lo divino”. Era el cuaderno donde el poeta había registrado sus quinientas veintidós composiciones. Un silencio repentino se sintió bajo la higuera y segundos más tarde un estrepitoso y desordenado intercambio de impresiones envolvió a los asistentes. ¡Pero qué se ha imaginado señora! Si no sabemos leer la mayoría. ¡Cómo se le ocurre doña! Si apenas podemos garabatear nuestras iniciales. ¿Quiere acaso que aprendamos a nuestra edad a leer? Rosa asintió con la cabeza. Silencio sepulcral, miradas atónitas. Nueva explosión de reclamos ¡Pero quien nos va a enseñar! ¿Usted acaso? Rosa volvió a asentir con la cabeza. Esta vez reinó el cuchicheo y las miradas incrédulas bajo la higuera se encendieron como una tira de petardos en año nuevo. ¿Y cómo piensa hacerlo si ni hablar puede? Rosa miró a sus hijos mayores, que de inmediato sintieron el peso de sesenta y nueve ojos sobre sus asustados rostros (aunque debo decir que el único ojo de doña Inmaculada podía mirar por dos de tan intenso y grande que se ponía).
Así se dio inicio en la casa vieja a una improvisada escuela de lectura que tuvo en poco tiempo a toda la comarca conversando en una lírica rigurosa que daba gusto. El campo se inundó de música…
Iba ya en la segunda taza de café y no había probado las tostadas, embebido como estaba en mis recuerdos. Como no me gustaban frías, las recalenté arriesgando que se endurecieran hasta lo incomible. Eso fue lo que sucedió al cabo de un par de minutos y tuve que renunciar a ellas. Pero no me importaba, porque ese día sería perfecto y no comer tostadas en la mañana podía ser parte de aquella perfección. ¿Qué tal si es una señal para cuidar mi peso? ¿Qué tal si en realidad quiere decir que debo salir más temprano a encontrar la vida sobre las calles? Estaba radiante en verdad y me preparé para enfrentar mi espléndido día, lavándome apresuradamente los dientes, cortando el gas de la cocina, apagando el calefont, estirando la colcha de la cama hacia atrás para que se “ventearan” las sábanas y finalmente, dándole un beso grande a tu fotografía. Salí entonces a la calle y caminé hacia la avenida para ubicar un taxi que me llevara al barrio de los museos. Inauguraban tres exposiciones durante el día y no podía perderme ninguna, pues debía escribir la crítica de cada una para la revista Cantera cuyo editor me las había encargado ayer por la tarde. Era mi primer trabajo después de una racha horrorosa de infortunios literarios. La oportunidad de recobrar mi prestigio tan alicaído desde ese terrible episodio de la persecución, que me llevó a refugiarme por casi año y medio en la casa vieja.
Mientras el taxi avanzaba por la avenida principal, recordé que todo había empezado la segunda vez que se apareció mi madre. Era aún temprano y yo estaba todo ensangrentado. Me dio un poco de vergüenza que me viera así. Le dije que esperara un momento, mientras me lavaba, me colocaba yodo en las heridas, me llenaba de parches la cara, los brazos y las piernas y tomaba un calmante por cada sección del cuerpo adolorida. Ella venía preocupada y claro, ahí mismo se enteró de lo sucedido. Traté de explicarle, de decirle que no era nada grave, que no se preocupara tanto, que no creía que volvieran a hacerlo. Y ella me paró en seco para señalar que debía irme lejos, porque vendrían a buscarme otra vez. Me quedé helado, tieso frente a su imagen de estampita bendecida. Otra vez tendré que huir pensé. Ya estoy aburrido, cansado. ¿Acaso no podía esperarles con la puerta asegurada y un arma cargada, enfrentármeles como se debe, el pecho henchido, la mirada altanera y en silencio? Como lo haría todo digno opositor. No, no podía. Era preciso que escapara, que me fuera, que volviera a la casa vieja, ahora abandonada. Allá estaría seguro. Para que le hiciera caso, me obligó a rememorar su más grande dolor. Yo intentaba recordar entre las pulsiones de cada una de las heridas que tenía. Tuve que cerrar los ojos para concentrarme. Ella en tanto, la Rosa muerta, estaba en silencio enfrente de mi cama y sus ojos se tornaban tristes como la huerta a principios del otoño. Todo había sido cosechado y sólo se veían los tallos tiesos de las habas y las arvejas sufriendo su decadencia amarillenta. Más allá, ella plantaba sobre un pequeño barbecho los únicos cincuenta dientes de ajo que le quedaron después de limpiar casi todas las casas de la zona, azotadas por una comitiva de diablos y diablillos encarnados en tropa uniformada. Digo casi todas las casas, porque a ciertas moradas Rosa Gaete no quería entrar y si lo hubiera hecho….esa es otra historia. Los diablos y diablillos buscaban imberbes muchachos para adosarles una larga cola de ira y unas bocas de humo entre sus manos. Varios escaparon al monte y rogaron que los espinos se cerraran para esconderles la humanidad asustada. Entre ellos se fue Calixto, el tercero de los mayores, del que no se puede contar nada ahora. Otros, felices, se colocaron las colas y de inmediato iniciaron una matanza de ciertos animales señalados para las provisiones del infierno. Entre esos se fue el Valeriano, primero de los mayores más alentados, prendado de la boca humeante que le entregaron. Años después la mamá supo que había matado más ganado en otras regiones desconocidas el Valeriano. La gente no es ganado, la gente no es ganado, le escuchamos decir cuando se dirigía hacia la higuera. Entonces la vimos escarbar la tierra donde 20 años antes había depositado enternecida “lo demás” del nacimiento de su hijo. La vimos desenterrar con el llanto contenido una caja pequeña de madera noble. La vimos abrir el diminuto candado de madera, levantar la tapa y tomar los restos del cordón y la placenta del Valeriano.
Y la vimos tirarlos al fuego con una pena negra en su rostro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario