I
La última vez que Rosa Gaete apareció, era la noche de un día perfecto. Esto quiere decir (para no confundirse pensando que me refiero a la belleza de la abundante oscuridad o a la cantidad de estrellas que se podían contar en el cielo abierto), que era la culminación de un día en que todo había marchado a las mil maravillas desde que desperté. Al abrir los ojos por la mañana, no recordaba haber sufrido pesadillas y me puso muy alegre el sol que acariciaba mi rostro, descompuesto a esas alturas del mes por infinidad de problemas y complicaciones. Me levanté de un salto, impulsando mi cuerpo desnudo (desde que vivo solo me gusta sentir la seda de las sábanas) con los resortes del colchón. La bajada de cama, un afelpado chañuntuko adquirido en pleno barrio Pinto de Temuco hace años ya, me hacía cosquillas, en los pies primero y luego en las canillas, los muslos, la punta del pene, dentro del ombligo, la barbilla, porque tuve que agacharme y bucear bajo la cama para ubicar una de las zapatillas de levantarse. Ya repuesto el orden de las pantuflas en mis pies, abrí las gruesas cortinas del ventanal logrando así que el sol entrara de lleno y con más fuerza a invadir toda la cama y las paredes que lo enfrentaban. Luego me dediqué a preparar la ducha y mientras el vapor inundaba la sala de baño, empañando el espejo sobre el lavamanos, comencé a entonar la canción que mi madre solía interpretar para despertarnos. Era una melodía campesina muy suave y algo triste… hecha con los sollozos del sauce –solía decir ella-, una vez que los cinco hermanos más pequeños, nos incorporábamos medio enredados en nuestras hermosas dos camas, pidiéndole en silencio nos explicara por qué le gustaba instalarnos la melancolía para empezar el día. Ella, que ya había ahogado la última nota de la tonada en un susurro, sonreía y comenzaba a contarnos otra parte de la historia de su vida.
Siempre recordaba esto cuando cantaba aquella canción que no tenía nada de especial. Hablaba del amor y el desamor, de la lluvia, de los brotes, de la hierba marchita, y de la higuera en medio del patio. Es la melodía lo que me cautiva –pensé- y siempre que intuía un buen día en mi vida, cantaba la canción por lo menos hasta que estaba completamente vestido. Una hora demoraba en acicalarme. Todos esos minutos se repartían del siguiente modo: treinta y ocho minutos de baño (que incluían la ducha, la eliminación de los escasos vellos de la barba y la aplicación de perfume en todo el cuerpo en dosis soportables); veinte minutos que me tomaba en elegir la ropa del día, colocármela y evaluar ante el espejo, satisfecho, la buena elección. Dos minutos más con la peineta se deben incluir en este último periodo. Entonces se producía el instante supremo de contemplación de mi mismo: aparecía el bello muchacho que iniciaba un día pleno y un silencio ceremonial marcaba el fin del canto. Estaba listo para desayunar.
Pero el recuerdo de mi madre se me quedaba. Algunos años antes –yo era un chico de dieciséis- me contó que tenía esa manía de los retazos, porque así se aseguraba que a cada uno de sus hijos e hijas les quedaría quizás un trozo de su vida en la memoria. Y si alguno de ustedes los conservara todos, ¡Aleluya! –decía, mirando al cielo con sus ojos llenos de esa extraña alegría humedecida.
La tetera que chillaba sobre el fuego, me regresó a los afanes de la cocina. La retiré y me serví el café muy suave, muy simple, porque el médico me había recomendado bajar la dosis de todos los tipos de toxinas que prodigaba a mi cuerpo. Debía cuidar según su juicio, mi débil corazón. Aunque no tomaba mucho en cuenta esta visión medio agorera, me asusté hace dos semanas, porque me vino un mareo y una puntada leve en el pecho, mientras subía la escalera que lleva a mi habitación. No más alcohol ni cigarrillos nada de azúcar sólo café porque no puedo dejarlo pero eso sí casi transparente agua mucha agua fruta y verduras carnes blancas carnes magras omega-3 gingko biloba hierbas para la presión bailahuen extractos de… pensaba aceleradamente afirmado al pasamanos, esperando que todo pasara. Después de cinco minutos me sentí mejor, respiré profundo aunque con cierto cuidado, que en realidad era miedo a que el dolor regresara. Y seguí subiendo muy lentamente, convencido de enmendar el rumbo de mi dieta cotidiana.
El recuerdo de mi madre estaba ahí de nuevo. Su rostro pálido sobre la mesa se veía medio tétrico a la luz de esas lámparas de escasos watts que ponen las funerarias para alumbrar a los difuntos. Pero era un rostro tranquilo, descansado. Había muerto de algún tipo de cáncer extraño que los médicos no lograron identificar, aunque discutieron hasta después de su fallecimiento quién tenía la razón. Incluso uno de ellos, experto cancerólogo, tuvo la osadía de concurrir al velorio, darme un pésame sin gracia (siempre he odiado esa formalidad del pésame que obliga al decoro de un dolor empaquetado), y luego rogarme circunspecto, le dejara retirar (creo que esa fue la palabra que usó) inmediatamente un trozo de piel para practicarle un análisis revolucionario que permitiría descubrir finalmente qué tipo de cáncer había despachado a mi madre. Yo lo miré tranquilo, pero molesto y le dije en voz muy leve que se fuera a la misma mierda con su medicina, porque no la necesitaba para saber la causa de la muerte de mi madre. Por lo demás –concluí conservando la levedad del timbre- ella ya me dijo de qué murió. Esto último lo dije sólo para provocarlo. Los ojos del facultativo se desorbitaron, su cara tomó el mismo color de la difunta y después de unos segundos logró articular un dramático disculpe usted, retirándose sin poder quitarme la mirada de encima.
La última vez que Rosa Gaete apareció, era la noche de un día perfecto. Esto quiere decir (para no confundirse pensando que me refiero a la belleza de la abundante oscuridad o a la cantidad de estrellas que se podían contar en el cielo abierto), que era la culminación de un día en que todo había marchado a las mil maravillas desde que desperté. Al abrir los ojos por la mañana, no recordaba haber sufrido pesadillas y me puso muy alegre el sol que acariciaba mi rostro, descompuesto a esas alturas del mes por infinidad de problemas y complicaciones. Me levanté de un salto, impulsando mi cuerpo desnudo (desde que vivo solo me gusta sentir la seda de las sábanas) con los resortes del colchón. La bajada de cama, un afelpado chañuntuko adquirido en pleno barrio Pinto de Temuco hace años ya, me hacía cosquillas, en los pies primero y luego en las canillas, los muslos, la punta del pene, dentro del ombligo, la barbilla, porque tuve que agacharme y bucear bajo la cama para ubicar una de las zapatillas de levantarse. Ya repuesto el orden de las pantuflas en mis pies, abrí las gruesas cortinas del ventanal logrando así que el sol entrara de lleno y con más fuerza a invadir toda la cama y las paredes que lo enfrentaban. Luego me dediqué a preparar la ducha y mientras el vapor inundaba la sala de baño, empañando el espejo sobre el lavamanos, comencé a entonar la canción que mi madre solía interpretar para despertarnos. Era una melodía campesina muy suave y algo triste… hecha con los sollozos del sauce –solía decir ella-, una vez que los cinco hermanos más pequeños, nos incorporábamos medio enredados en nuestras hermosas dos camas, pidiéndole en silencio nos explicara por qué le gustaba instalarnos la melancolía para empezar el día. Ella, que ya había ahogado la última nota de la tonada en un susurro, sonreía y comenzaba a contarnos otra parte de la historia de su vida.
Siempre recordaba esto cuando cantaba aquella canción que no tenía nada de especial. Hablaba del amor y el desamor, de la lluvia, de los brotes, de la hierba marchita, y de la higuera en medio del patio. Es la melodía lo que me cautiva –pensé- y siempre que intuía un buen día en mi vida, cantaba la canción por lo menos hasta que estaba completamente vestido. Una hora demoraba en acicalarme. Todos esos minutos se repartían del siguiente modo: treinta y ocho minutos de baño (que incluían la ducha, la eliminación de los escasos vellos de la barba y la aplicación de perfume en todo el cuerpo en dosis soportables); veinte minutos que me tomaba en elegir la ropa del día, colocármela y evaluar ante el espejo, satisfecho, la buena elección. Dos minutos más con la peineta se deben incluir en este último periodo. Entonces se producía el instante supremo de contemplación de mi mismo: aparecía el bello muchacho que iniciaba un día pleno y un silencio ceremonial marcaba el fin del canto. Estaba listo para desayunar.
Pero el recuerdo de mi madre se me quedaba. Algunos años antes –yo era un chico de dieciséis- me contó que tenía esa manía de los retazos, porque así se aseguraba que a cada uno de sus hijos e hijas les quedaría quizás un trozo de su vida en la memoria. Y si alguno de ustedes los conservara todos, ¡Aleluya! –decía, mirando al cielo con sus ojos llenos de esa extraña alegría humedecida.
La tetera que chillaba sobre el fuego, me regresó a los afanes de la cocina. La retiré y me serví el café muy suave, muy simple, porque el médico me había recomendado bajar la dosis de todos los tipos de toxinas que prodigaba a mi cuerpo. Debía cuidar según su juicio, mi débil corazón. Aunque no tomaba mucho en cuenta esta visión medio agorera, me asusté hace dos semanas, porque me vino un mareo y una puntada leve en el pecho, mientras subía la escalera que lleva a mi habitación. No más alcohol ni cigarrillos nada de azúcar sólo café porque no puedo dejarlo pero eso sí casi transparente agua mucha agua fruta y verduras carnes blancas carnes magras omega-3 gingko biloba hierbas para la presión bailahuen extractos de… pensaba aceleradamente afirmado al pasamanos, esperando que todo pasara. Después de cinco minutos me sentí mejor, respiré profundo aunque con cierto cuidado, que en realidad era miedo a que el dolor regresara. Y seguí subiendo muy lentamente, convencido de enmendar el rumbo de mi dieta cotidiana.
El recuerdo de mi madre estaba ahí de nuevo. Su rostro pálido sobre la mesa se veía medio tétrico a la luz de esas lámparas de escasos watts que ponen las funerarias para alumbrar a los difuntos. Pero era un rostro tranquilo, descansado. Había muerto de algún tipo de cáncer extraño que los médicos no lograron identificar, aunque discutieron hasta después de su fallecimiento quién tenía la razón. Incluso uno de ellos, experto cancerólogo, tuvo la osadía de concurrir al velorio, darme un pésame sin gracia (siempre he odiado esa formalidad del pésame que obliga al decoro de un dolor empaquetado), y luego rogarme circunspecto, le dejara retirar (creo que esa fue la palabra que usó) inmediatamente un trozo de piel para practicarle un análisis revolucionario que permitiría descubrir finalmente qué tipo de cáncer había despachado a mi madre. Yo lo miré tranquilo, pero molesto y le dije en voz muy leve que se fuera a la misma mierda con su medicina, porque no la necesitaba para saber la causa de la muerte de mi madre. Por lo demás –concluí conservando la levedad del timbre- ella ya me dijo de qué murió. Esto último lo dije sólo para provocarlo. Los ojos del facultativo se desorbitaron, su cara tomó el mismo color de la difunta y después de unos segundos logró articular un dramático disculpe usted, retirándose sin poder quitarme la mirada de encima.
2 comentarios:
"por qué le gustaba instalarnos la melancolía para empezar el día" hay una leve cacofonía en esta bellísima frase. El resto está simplemente maravilloso, se lee de una y se siente un gran alivio con el punto final. Me encantó!!
Gracias Pamela por el comentario. Lo tomaré para mejorarla. Mañana va una nueva parte.
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