09 julio 2008

La historia de Rosa Gaete, contada por uno de sus hijos

IV

El joven diablo primero de caballería se retorcía en una fiebre escandalosa, mientras sus camaradas se turnaban para colocarle compresas sobre el cuerpo. Después de tres horas de incendio, el alma del muchacho partía atolondrada. El regimiento entero olvidó avisarle a Rosa su madre y enterraron el cuerpo en el mismo cementerio del infierno que a esas alturas contaba con diversas secciones, unas para los internos, bien cuidada y protegida del agua que todo lo aclara y otras indiferenciadas, reservadas a una buena parte del despreciable ganado eliminado.

Ella ya había llorado toda una mañana, mientras apagaba con pequeñas cucharadas de agua el fogón donde se consumía la vida de uno de sus hijos. No bien hubo terminado esto, Rosa Gaete preparó su maleta de viaje, enfiló hacia el camino “de afuera” y tomó el primer bus al infierno. Como su voz aún no regresaba, tuvimos que entender solitos que se traería el cuerpo del Valeriano como fuera, para dejarlo al lado de su padre, el primer hombre que la amó.

Abrí los ojos espantado con el recuerdo y Rosa ya no estaba. Con un bolso lleno de mi ropa más querida partí esa misma tarde a la casa vieja. Allá estaría seguro. El viaje duró cerca de cinco horas. A las diez de la noche el bus se detuvo frente a la casa de los Silva, el chofer abrió la puerta y por fin yo descendí en esa tierra amarilla hasta en la oscuridad. Inhalé profundamente el aire que me vio nacer y mis pulmones casi revientan. En realidad es una exageración (estoy lleno de ellas), mis pulmones sólo se hincharon resintiendo la pureza de ese aire. El bus partió, empolvándome completamente. Volví a sentir el aroma de esa tierra que de niño usaba para darme baños deliciosos, mientras todos en el campo trabajaban.

En la casa de los Silva se podía ver un dormitorio iluminado por una leve luz de vela. Alguien descorría con sigilo una cortina para intentar adivinar quién era el que había llegado a esas horas. Doña Carmela pensé inmediatamente. Nunca está dormida temprano y aún conserva su costumbre inquisitiva. Nada ha cambiado en el paradero. Ni la vieja Carmela y su fisgoneo, ni el precario cobertizo que apenas defendía del frío y de la lluvia. Ni el mismo camino siquiera. Me dispuse a cruzarlo cuidando completar los quince pasos que según mis cálculos medía a todo su ancho. Pero no pude con la cantidad, pues el camino se me acabó cinco pasos antes. Había cambiado el tamaño del camino, en proporción inversa a mi aumento de edad. Cavilando sobre matemáticas y filosofía me interné en el callejón que llevaba a la casa vieja. Cuando me encontré con la higuera en el centro de la huerta, el alma -esta vez sí que no exagero- se me hinchó de alegría y pugnó por salir a abrazar a ese árbol majestuoso que supo cobijarme de niño. Decidí acompañarla con todo mi cuerpo para abrazar de veras el inmenso tronco y de paso recordar al Sixto y sus huesos que descansaban en algún lugar a sus pies.

Nuestra madre, que parió 14 crías, tres de ellas en la soledad de su cuarto, tuvo que tomar su guagua muerta y enterrarla aquí, a los pies de esta higuera que ahora me recibe, para que su alma subiera al cielo -según creía firmemente ella- con cuidado, dejando que su cuerpo alimentara las raíces siempre hambrientas de esa enorme esfinge vegetal. Con un cuchillo pequeño, como navaja, grabó una cruz sobre el tronco del árbol, casi a ras de suelo. Alcanzamos a llamarle Sixto sólo dos días, porque al tercero era “el angelito” de la casa y se le puso medio paradito sobre un improvisado altar del comedor. Sus ojitos abiertos, sostenidos por dos diminutas astillas, nos miraban asombrados mientras nosotros intentábamos saber por qué no pestañeaba. Llegamos incluso a iniciar una competencia con “el angelito” a ver quien le ganaba en mantener los ojos abiertos. Ninguno lo logró y terminamos alabando su increíble capacidad de mirada, creyéndole de verdad un angelito. No supimos qué paso con él, pero a la mañana siguiente ya no estaba en su altar. Se nos dijo que se había ido con dios durante la noche y ya era parte de su séquito celestial. Aunque no era el dolor más grande que tenía, Rosa nunca contaba nada sobre este episodio de su vida, por lo que tuve que mirarla fijamente muchas veces para poder reconstruirlo. Eso sí que una vez al año, una vez que la última hoja del árbol se había desprendido, Rosa caminaba hacía la higuera con la navaja empuñada en su mano derecha, se allegaba al tronco y remarcaba la cruz tarareando una tonada infantil.

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