05 julio 2008

La historia de Rosa Gaete, contada por uno de sus hijos

II

Fue la primera vez que Rosa Gaete se me apareció. Justo al lado de su cuerpo, mirándolo tan triste como todos nosotros. Le pregunté cómo estaba (sentía detrás de mí los cuchicheos compasivos con que la concurrencia comentaba mi lamentable desvarío) y me dijo de un modo que apenas alcancé a descifrar que se sentía más liviana, más ambigua incluso. Con la pena de dejarnos y una alegría extraña de abandonar su cuerpo tan querido. Era raro, era casi incomprensible. Ahí me preguntó de golpe si me acordaba de las historias de su vida. Se notaba expectante, como si necesitara saber que las recordaba todas, para así irse tranquila de este lado de los sentidos. Le dije que después de varias rondas de conversación con mis hermanos (porque estas reuniones obligadas siempre sirven para ajustar las cuentas familiares en torno al que ya no oye más, justamente porque ya no oye nada más) en estos dos días, había llegado a la conclusión que era el único que lograba recordar cada uno de sus relatos. En todo caso tuve que confesarle: la Bella y el Justino también concluyeron lo mismo respecto a sus memorias y se dedicaron todo el tercer día a desarrollar una competencia inverosímil para que el público asistente dirimiera quién era en verdad el que recordaba más historias. Una amiga de la familia fue designada para anotar las historias que contaba cada uno, practicando un raya sobre la pared del comedor con un palito cuya punta introducía en el brasero para que se quemara y así, lápiz en mano, llevar la cuenta de los cuentos. Competencia inútil ya que nadie más que nosotros conocía sus historias. Y por lo demás los dos, sólo con el afán de ganar, habían inventado más de una historia. Yo me retiré del desafío y decidí callar –le dije- porque tenía miedo de contar las que yo sabía. No bien iniciaba una historia, rápidamente me sorprendía agregando hechos y personajes que nada tenían que ver en ellas. Esto era muy, muy raro –le seguí diciendo-, cuando recordaba los cuentos de su vida, estaba seguro que podía contarlos tal como ella los había relatado, pero de pronto aparecían esos seres no invitados por su memoria, esos acontecimientos no vividos. Y me entraba un temor helado, porque tal vez me estaba fallando la cabeza.

Ella sonreía tranquila, tenía una seguridad que en vida no le había visto nunca. Era como si estuviera gritando ¡Aleluya! y de pronto se esfumó. Su cuerpo seguía recostado, pálido y bello. Decidí ir a descansar un rato a mi habitación. En verdad decidí ir a llorar largamente a mi habitación, sin escuchar esta vez los murmullos que acompañaron mi salida del amplio salón del comedor.

Eran las siete de la mañana cuando la Bella fue a despertarme. Ambos teníamos los ojos hinchados, pero ella estaba así, según me contó destrozada, porque había perdido finalmente ante Justino y no pudo comprobar de ningún modo que la última historia que contó nuestro hermano era falsa. Hay que irnos al cementerio –me dijo finalmente. Están todos esperando por ti. Eres el menor hoy día y debes cargar la cruz. Yo no quería hacerlo, porque esas cruces negras con letras de un falso dorado me desagradaban, resultaban sin estilo, apagadas. Una cruz debe tener colores o ser definitivamente blanca. Todo debiera ser blanco en un funeral. El luto blanco es hermoso, limpio, conecta directamente con el creador. Intenté convencer de esto a todos mis hermanos, argumentando filosofías milenarias y costumbres arraigadas en las culturas más antiguas del planeta, sin ningún éxito. Nadie deseaba romper la costumbre y todos sin excepción afirmaron que a nuestra madre no le hubiese gustado. Ja! –pensé yo- esto comprueba que soy el único que recuerda sus historias y callaba mostrándoles a todos una rabia parida que ninguno se atrevió a enfrentar.

Apenas la Bella salió del cuarto, me estiré como un gato frente a la chimenea, bostecé sonoramente, dejé escapar un pedo y con cierta modorra me levanté. Salí así como estaba, todo despeinado, el terno arrugado y la flor violeta media aplastada en el bolsillo. Me lavé la cara en el lavatorio del corredor, me arreglé como pude el pelo revuelto. De camino al comedor, cambié la flor por un clavel de amarillo furioso. Antes de tomar la horrible cruz entre mis manos, deposité un beso sobre el vidrio del ataúd y le prometí en silencio a Rosa Gaete que todas las historias de su vida serían debidamente contadas.

El entierro fue más común de lo que uno pudiese imaginar después de haber hablado con el alma de su difunta madre en pleno velorio, escuchando de refilón cómo lo trataban de loquito melancólico (depresivo sin remedio le escuché decir a uno de los hermanos de la Rosa que decía ser nuestro tío). En fin, caminamos como tres cuadras hasta el cementerio del lugar y ahí estaba el hoyo preparado hace tres días exactos como manda otra norma tradicional que reza así: “si la tierra que recibe a un difunto está oreándose tres días seguidos, será imposible que su alma descienda a los infiernos, porque todos los humores del mundo de abajo se evaporan con ayuda del sol o se inundan y ahogan si ha estado lloviendo”. Ahora bien, podría quedar vagando igual entre los vivos o irse directamente al paraíso, según haya sido la vida de la occisa. Y esa condición, vagar o emigrar, era de absoluta decisión del altísimo o de alguno de sus representantes de turno. En todo esto sí podía yo creer, porque mi madre así lo había relatado. Pero –nos aclaraba de inmediato- solo es aplicable a los difuntos de muerte natural y tranquila, por cansancio, enfermedad de este mundo, vejez parcial o completa, impresión directa y accidente. Aquellos que fallecen en circunstancias más terribles, como encargos, asesinatos, enfermedades de otro mundo, atolondramiento y terror acumulado reciben otro tipo de trato. De esto me acordaba mientras dos panteoneros bajaban a cuerda el ataúd, depositándolo a dos metros y 45 centímetros por debajo de nuestros pies, porque si contábamos la distancia hasta nuestros ojos serían en promedio unos 4 metros y…el discurso del mayor de mis hermanos me sacó de mis apresurados cálculos que me servían para espantar cierto dolor que se había instalado en mi pecho una vez que sentí el golpe apagado del cajón sobre la tierra húmeda. No quería llorar de nuevo, pero la voz empalagosa de Misael, recordando lo mucho que adoraba a su mamacita me hizo llorar de rabia. Era un falso, un cínico ese Misael. Nunca había querido a nuestra madre y la culpaba todo el tiempo de la muerte de su padre, un obrero alcohólico al que se le ocurrió ir a trabajar de noche a la obra –era maestro albañil- para acumular horas extras. Rosa no se percató de su arrebato de responsabilidad pues estaba intentando hacer dormir a sus crías, que habían despertado con los gritos del obrero anunciando su triunfal y movediza llegada a la casa. Acto seguido, le pidió amablemente un plato de comida a su mujer, se sentó a la mesa y comenzó a comer en silencio. Rosa aprovechó para ir a calmar a sus pequeños que habían comenzado a chillar primero despacito, para luego establecer una verdadera sinfonía de llanto en la pieza del fondo. El obrero siguió comiendo en silencio, la mirada perdida en algún punto de la oscuridad de la sala, por lo que Rosa pensó que se había rendido en la misma mesa y encima del plato de garbanzos. Pero no fue así. El albañil se zampó todos los garbanzos, se levantó como pudo, se caló la manta de trabajo y decidió partir a la obra a hacer “horas extras”, pegando unos ladrillos en el segundo piso. Cuatro horas después, porque Rosa se había quedado dormida abrazando al zalamero de Misael, llegaban a avisarle que el caballero había sufrido un accidente en la obra, cuando intentaba pegar unos ladrillos en el segundo piso. No pudimos hacer nada señora, el maestro se pegó redondamente en la cabeza –le trataba de explicar el capataz.
-No se preocupe caballero, fue culpa de él no más este accidente. Nadie lo mandó a hacer horas extras, lleno como cuba. Rosa era directa y eso infundía respeto hasta en los más irrespetuosos. Solicitó a dos de los obreros que llevaran el cuerpo al cité para velarlo. Encargó a una de sus hijas mayores que preparara todo en la casa y se fue a pedir la excavación de un hoyo en el cementerio. Todo ocurrió muy rápido en esos cuatro días que se desintegraron entre atender a los concurrentes al velorio, contratar a las lloronas que ya escaseaban en esos años, al rezador para las novenas (que se habían reducido a tercetas), preparar las maletas, dirigir la procesión, observar la bajada del cajón de tabla rasa, escuchar las palabras del dirigente anarquista del sindicato de albañiles, único orador de la jornada, lanzar las dos coronas que llegaron y una rosa plástica regalada por la vecina florista, revisar que todo haya sido embalado, dormir por última vez en el cité y partir a la mañana siguiente de vuelta a la casa vieja de la que nunca, nunca debió haber salido.

El Misael le tomó rabia al principio porque no vestía de negro como había escuchado decir en el velorio que debía vestir una señora viuda. Le tomo rabia después porque pensó que debió haberse quedado al lado de su hombre mientras él comía, y estar atenta a lo que necesitase o acompañarle si decidía irse a acostar. Pero nunca dejarle salir sólo a trabajar a esas horas. Le tomó rabia también cuando se enteró, años después, por boca de otros albañiles miembros del sindicato, que el pobre maestro estaba afanado en hacer horas extras para comprarle un vestido nuevo a su mujer, lástima que terminaba tomándose casi toda la plata que juntaba, pero claro, el Misael no escuchó esa parte del cuento de los obreros porque lo habrían dicho medio entredientes, como cuando a uno lo están pelando en medio del velorio de su madre sólo porque se pone a conversar con ella sin mirar a la amortajada sobre la mesa. No la perdonó nunca, pero tampoco le preguntó nunca a ella lo que había ocurrido. Y así, ahora podía decir a los cuatro vientos que él adoraba a su mamacita y callar con ello que le importaba un carajo la partida de esa señora.

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