Fue la primera vez que Rosa Gaete se me apareció. Justo al lado de su cuerpo, mirándolo tan triste como todos nosotros. Le pregunté cómo estaba (sentía detrás de mí los cuchicheos compasivos con que la concurrencia comentaba mi lamentable desvarío) y me dijo de un modo que apenas alcancé a descifrar que se sentía más liviana, más ambigua incluso. Con la pena de dejarnos y una alegría extraña de abandonar su cuerpo tan querido. Era raro, era casi incomprensible. Ahí me preguntó de golpe si me acordaba de las historias de su vida.
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