14 septiembre 2007

ESOS SEPTIEMBRES CON HILO CURADO

Parque O'higgins, Santiago de Chile
http://henryprat.club.fr/Volantines.html


A principios de septiembre (en esos años de infancia feliz) observaba cómo mis primos mayores se organizaban para competir en el barrio, casa a casa, cuadra a cuadra, pobla contra pobla. Lo primero era preparar los volantines. Cuando lograban llenar una caja y dejaban algunos “pavos” sobre la mesa, venía la etapa de preparar el hilo curado. Para eso habían juntado durante los meses anteriores botellas de “120” (lo que tomaba el tío tito) y vasos saltados o trizados. Sobre una piedra plana y de superficie alisada por el uso, mi primo molía pacientemente el vidrio resultante de la quebradera de botellas y vasos en la que participábamos todos, porque era una competencia de destreza: apedrear botellas desde unos 10 metros de distancia. El que quebraba más botellas ganaba toda la plata de los demás. El segundo, era merecedor de lo que al primero se le ocurriera comprarle y el tercero o último, recibía dos patadas en la raja de esas que no se olvidan más.

Los trozos de vidrio caían en un recipiente metálico rectangular, del que luego eran extraídos pequeños montones, para molerlos con una piedra en forma de uslero y finalmente el polvillo, entre verde y blanco, iba a parar a un tarro lleno de cola a punto de hervir sobre una pequeña fogata debajo del parrón. La mazamorra se tenía que revolver para lograr un caldo espeso, mas no gelatinoso. Este líquido era vertido después en otro tarro que en la zona del centro tenía dos orificios por donde se había introducido la punta del hilo –del número 0- amarrándola después al carrete de competición. Una vez llenado el tarro con el caldo, mi primo comenzaba a recoger el hilo lentamente, para que se impregnara de vidrio encolado. A mí me tocaba estar atento a tomar la punta final del hilo para anudarla con el hilo del carrete siguiente. Esta operación la realizábamos hasta llenar unos dos carretes de competición.

Las competencias se efectuaban todas las tardes, a la hora en que los viejos dormían y las señoras descansaban después de lavar los platos del almuerzo. El sol comenzaba a bajar, pero aún molestaba cuando el viento tomaba dirección hacia el oeste. En las calles se juntaban grupos de niños, premunidos de cañas, varillas y cuchillas a la espera de volantines a la deriva. Al grito de ¡Ahí va un cortado! todos corrían, saltaban cercos, escalaban paredes, subían a los árboles, trepaban postes de luz a la siga del volantín que vagaba como una pluma cuadrada...

Se sabía que aquel volantín que más tardes seguidas durara en el cielo, contando una semana completa, tendría como recompensa elevarse para el 18 en las competencias del Parque, y sus dueños gozarían de prestigio y respeto hasta la próxima temporada de volantines. Una vez fue mi primo el que logró la hazaña. Y era increíble cómo la fama se extendía a todos nosotros. Cuando acudíamos al negocio de la esquina, nos preguntaban como iba la escuela, qué equipo nos gustaba, si ya teníamos polola y cosas por el estilo. En la panadería salíamos siempre con galletas o pasteles de regalo y en la feria, las niñas se daban vuelta para observar a los chicos del volantín rojinegro. Efraín aprovechaba de aconsejarme: disfruta primo, porque es un año no más de fama. El próximo tendremos que volver a pelear por ella. Ese año tuve al menos 3 pololas y varios encuentros cercanos. Mi primo Efraín desaparecía casi todos los fines de semana y llegaba con una extraña sonrisa el domingo, mezcla de copete y amor.
El 18 de la fama nos levantamos temprano, desayunamos y preparamos nuestras cosas para la competencia. Los carretes, el volantín campeón del barrio envuelto en un cartón, junto a algunos otros que nos servirían para entretenernos mientras se esperaba el turno para competir, los guantes y un poco de plata para la micro, las empanadas, los anticuchos y las bebidas.

Nuestro volantín rojinegro, no alcanzó a durar una hora en los cielos del parque O´higgins. Se fue cortado luego de una dura disputa con un volantín verde y amarillo, con círculos del mismo color en contraste. Era imponente en verdad y sus dueños, que venían de la “Santa Julia” tenían fama de eximios volantineros.

Recuerdo que no nos importó mucho la efímera pasada por el parque. Teníamos la fama en el barrio y la disfrutaríamos el resto del año. En lo que quedaba de la temporada, ganamos plata vendiendo hilo curado. Venían de Lo Hermida, de Macul abajo, de La Villa. Había corrido la voz, desde la Santa Julia, que a los que nos ganaron les costó harto y casi se vieron perdidos. Todos querían probar el hilo, saber la receta para su preparación incluso. Y nosotros nada, porque Efraín nos había exigido que guardáramos el secreto.
Cementerio Cerro Castillo, comuna de Río Ibáñez


VII

Los muertos que “habitan” el pequeño cementerio de Villa Cerro Castillo o más precisamente del valle medio del Río Ibáñez, descansan “mirando” hacia el este y el imponente Cerro se alza a sus espaldas. Para nosotros, ellos miran un paisaje deslucido, alejado de la maravilla. Ese paisaje no es el que a tantos extasía: castillo medieval a veces nevado, a veces en toda su abundancia pétrea. No, ellos observan cada mañana la salida del sol, observan la luz en alza durante el día. Observan digo, cómo se alumbra su total oscuridad. Y ninguno de los que aún viven rompe esta tradición en la postura de sus muertos. Quizás por eso este cementerio conserva tanta paz en sus adentros.

La atmósfera de este valle es un paréntesis en la continuidad vertebral de la carretera. Y su cementerio comparte esa atemporalidad geográfica. O más bien esa mixtura de tiempos sobre el paisaje. Profundos cursos de agua a un lado, bosques muertos en un cementerio natural e inundado. Grandes bloques redondeados por hielos que cuesta imaginar en movimiento. Y una comunidad que vive silenciosa y digna entre cerros, criando animales, cortando leña y enterrando a sus muertos con devoción.

Varias veces he detenido la marcha en este lugar. Como si escuchara el rumor de todos los que por aquí han transitado. ¿Es el río, las arboledas meciéndose o definitivamente cientos de voces que murmuran constantemente que por aquí han pasado?

Pero decide uno seguir, a fuerza de otras visitas, de otras imágenes que recoger, de otros muertos con los que conversar en silencio, no sin antes saludarles cualquier tarde, entre chochos de colores furiosos por allí, en algún pueblo de Patagonia.

09 septiembre 2007

Tumba aislada conocida como “La Chonka”. Carretera austral, comuna de Tortel

VI

En una tierra modelada por la lluvia, descansaba la Chonka. Estaba triste cuando hallamos la empalizada. Y aunque no sintió nuestra curiosidad viva a cada paso entre el tupido bosquete que iba a enjugarse en el caudal silente del Baker, temo que supo de estas fotografías y nada podía hacer con su imagen humedecida. Solo el ciprés que la cercaba le sobrevivía, trayéndola con la crudeza de la soledad más radical hasta nuestras almas de niños curiosos.

Seguíamos entonces debajo de la claridad eterna del agua cuando nos enteramos que Tortel guardaba otro cementerio, alejado de la fama de la Isla de los Muertos[1] y ya sin uso, pues el cementerio municipal era ahora el que recibía. Era el cementerio “Arratia” como lo denominamos nosotros sin otro argumento que la obviedad de la única cruz que aún contaba con su inscripción: Alberto Arratia. Está escondido tras un bosque de renovales, a unos 50 metros del arco sur del estadio de Caleta Tortel. Según nuestro chatero[2], el cerco que protege el sitio es nuevo. Antes tenía un cerco de ñire –una madera de vida efímera para la humedad de la costa aisenina- y ahora es de ciprés. -Hará unos dos años que el municipio lo mandó hacer -nos dijo. En estas tierras el ciprés significa eternidad verdadera, resistencia insospechada al humedal de las décadas, de los siglos.

Cementerio familiar es este. Todos, pequeños y adultos, reunidos bajo el mismo cielo en permanente llanto. Valeria al comentarme la existencia de este panteón y sus “habitantes” como los llamó, me dijo también: “Esas personas viven ahí”, pero después se rectificó (quizás pensando que no comprenderíamos aquella metáfora), diciendo que esa gente estaba enterrada allí.

Vista interior cementerio Arratia. La cruz de Alberto Arratia enfrenta la cámara


[1] El Cementerio Isla de los Muertos fue declarado el 2001 Monumento Nacional en la categoría Monumento Histórico por el Consejo de Monumentos Nacionales.
[2] Los chateros son aquellas personas que conducen las embarcaciones denominadas chatas.

08 septiembre 2007

El diario de Aysén, enero de 1992.
V
Hubo uno en la profundidad del límite poblado del O’Higgins. Uno que descansaba anónimo bajo lo que ahora se convertía en calle. Envuelto en una lona, fue destapado de su tierra necesaria a paladas de avenida pueblerina. El asombro –que dura poco como medida de la sorpresa entre quienes habitan el mito- dio paso al respeto colectivo y a una improvisada ceremonia de re-inhumación en el recinto que recoge el pudrimiento religiosamente bajo sus piedras.
Y su camino hacia la nada continuó ahora en el cementerio oficial de Villa O’higgins, siempre como un desconocido, porque nunca nadie supo muy bien de qué muerto se trataban esos restos. Algún peón o comerciante de ganado que pasó a dejar la vida después de unos tragos. O tal vez un colono irreconocible que se aventuró a morir así no más, al descampado. Hasta ahora los vivos rememoran el acontecimiento oscilando entre el anecdotario pueril del territorio y la medida de una identidad abatida.

06 septiembre 2007

Retrato sobre cabecera de tumba. Cementerio Murta Viejo, comuna de Río Ibáñez


IV

¿Quién es ese tal Temístocles o aquella María (de apellido descascarado)?. ¿Acaso paisanos, chilotes? ¿Quiénes esos otros sin nombre, sin señal alguna de su paso? ¿Gringos avecindados, matreros, prostitutas construyendo una sociedad entre la soledad y la soledad por todos lados?

¿Y aquel otro que alguna vez se le nombró como Pinilla, el abuelo? Ese otro habita ahora junto a varios más el costado de una carretera austral de polvo, agujeros y carpeta suave de cenizas.


Nada se sabrá con certeza y esto alimenta la intención literaria. Todo puede ser ahora si se trata de reconstruir una historia imposible. Abundan relatos orales, grabaciones, apuntes tomados al amparo del mate. Pero todas las historias comparten la grandiosidad de lo mítico, tiempo y espacio detenidos. Sólo lo cristiano abunda en todas partes. A veces bendiciendo el terreno elegido y otras muchas sólo constituyendo el imaginario de la nada.

05 septiembre 2007

Croquis Cementerio familia Mansilla. Puerto Guadal
(Elaborado por Francisco Croxatto)

II

“Deben visitar los cementerios” -dijo Juan Carlos Skewes[1] alguna vez en una de esas clases de etnografía básica, al encuentro del otro, a la construcción de lo diverso allá afuera. O lo sugirió solamente, como invitando a recorrer el silencio antes de andar por allí preguntándole a los distintos sobre sus vidas, sus imágenes, sus referencias. Pienso en ocasiones que a modo de descanso de la palabra y la pluma, proponía escucharles la disolución bajo un mutismo en diversidad de representaciones.

Yo, más silente aún, me prendé de esa sugerencia: visitar los cementerios para entender en parte la vida de los vivos, la cultura de los que respiran mientras la muerte visita…

Pues la verdad, no lo sé. Sin embargo, allí he estado, en esa inmensa región desconocida, saludando a uno, cinco o decenas de recostados, inmediatamente abro una puerta o desplazo los restos de algún portón en ruinas para ingresar a esas otras ciudadelas ¿habitadas? por cuerpos des/almados.

Me he acostumbrado a saludar, a pedir permiso, a veces incluso a inquirir la identidad de un nombre borroneado o la difusa fecha que pende de una tabla ajada sobre el dintel de alguna tumba-casita.


III

He recorrido poblados y caminos constatando cada seña entregada, cada relato y paradero. Y no he podido visitarlos a todos. “Eso no se puede con una sola vida” -dice un muerto mío antiguo. Allí quedarán tantos dispuestos en parajes solitarios, al costado de la huella, bajo algunas piedras a la usanza indígena.

Cementerio Fachinal, comuna de Chile Chico

[1] Antropólogo, Phd., es actualmente académico de la Universidad Austral de Chile.

03 septiembre 2007

He de hablar con ciertos muertos

Tumba casita, Cementerio El Claro, Coyhaique.
I
He de hablar con ciertos muertos cada vez que arribo a algún lugar o paraje habitado por esos otros de los que soy una imagen borrosa y decorativa. Pero qué les pregunto que no deba responderme yo mismo hacia dentro o a viva voz -ahogada siempre por el viento, la lluvia incluso, el infinito silencio de estos recintos poblados por los “idos”.

Inicié esta conversación de silencios a principios de 2001, tengo la impresión que en un cementerio repleto de romance y viento acorralado. Le llaman cementerio El Claro, porque se ubica en un sector rural de nombre homónimo en las afueras de Coyhaique, capital regional de Aysén.

Allí estuve visitando tumbas escarchadas, casitas derruidas, cerquillos a punto de desplomarse con el peso de la nieve. Allí estuve, intentando entablar una conversación mediada por las imágenes que capturaba a intervalos con mi cámara.

Quizás cómo fue que llegaron a estar así dispuestos ante el olvido. O estar velados en cada costado de sus representaciones póstumas, chorreados de cera y de restos de la piadosa basura de alguna antigua visita: vestigios descoloridos de ramos plásticos, de rosas multicolores, envoltorios diseminados anunciando la devoción de los vivos olvidados para siempre por esos cuerpos imaginados allá abajo.


(El articulo completo al que pertenece este texto fue publicado en http://www.antropologiavisual.cl/, Nº 8, diciembre 2006)