V
Hubo uno en la profundidad del límite poblado del O’Higgins. Uno que descansaba anónimo bajo lo que ahora se convertía en calle. Envuelto en una lona, fue destapado de su tierra necesaria a paladas de avenida pueblerina. El asombro –que dura poco como medida de la sorpresa entre quienes habitan el mito- dio paso al respeto colectivo y a una improvisada ceremonia de re-inhumación en el recinto que recoge el pudrimiento religiosamente bajo sus piedras.
Hubo uno en la profundidad del límite poblado del O’Higgins. Uno que descansaba anónimo bajo lo que ahora se convertía en calle. Envuelto en una lona, fue destapado de su tierra necesaria a paladas de avenida pueblerina. El asombro –que dura poco como medida de la sorpresa entre quienes habitan el mito- dio paso al respeto colectivo y a una improvisada ceremonia de re-inhumación en el recinto que recoge el pudrimiento religiosamente bajo sus piedras.
Y su camino hacia la nada continuó ahora en el cementerio oficial de Villa O’higgins, siempre como un desconocido, porque nunca nadie supo muy bien de qué muerto se trataban esos restos. Algún peón o comerciante de ganado que pasó a dejar la vida después de unos tragos. O tal vez un colono irreconocible que se aventuró a morir así no más, al descampado. Hasta ahora los vivos rememoran el acontecimiento oscilando entre el anecdotario pueril del territorio y la medida de una identidad abatida.
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