13 febrero 2007

Nociones del Tipo
Este es el tipo. O al menos la noción que cualquiera puede hacerse de él. De blanco riguroso (aunque esa tenida solía presentar ciertas zonas percudidas e incluso otras levemente manchadas) efectúa sus tareas y reflexiona como el tipo bien criado que es.
I’m out –piensa el tipo, cuando mira toda la ciudad por la ventana- and nobody going to fuck my life again. Satisfecho con el meditado improperio dirigido a la humanidad toda, vuelve sobre sus pasos para tomar su chaqueta, que yace en el respaldo de la silla. Se la coloca y abandona el departamento. Utilizar el poco inglés que aprendió de niño era una forma delicada de putear a todo el mundo mediocre y mal parido, que le había hecho imposible la vida hasta ese bendito día de marzo, realzado por una leve y cálida brisa desprendida de la agonía veraniega en la avenida principal de Papudo, balneario inolvidable, ya tan alejado de su propia historia citadina. Era cierto, un día lejano de marzo, con la brisa despeinándole el cabello semicano, arrasado por los años a la altura de la frente, había por fin sentido la libertad que otorga la soledad. La decisión de estarse solo el resto de la vida, sin dar explicaciones, sin atender comentarios, sin considerar las lágrimas de los que caerían abandonados frente al abrazo que le obsequiaba el destino. No era ciertamente el último día de las mismas vacaciones que la familia venía repitiendo por años. En realidad sólo llevaban una semana, porque al igual que muchos otros familiones aburguesados, elegían las últimas semanas estivales –el crepúsculo del descanso decía su pareja, en tono poético- para evitarse el desagradable espectáculo de carpas, melones y cajas de vino extensamente difundido por todo el litoral central como una patética moda popular implementada en la antaño hermosa Cartagena, convertida hace solo un par de años en el epicentro de la porquería veraniega. Sencillamente su paseo de atardecer por la costanera se convirtió en una frenética búsqueda de algún bus que le sacara de allí, llevándolo de vuelta a la ciudad. Logró llegar a su casa, sacó dinero de la caja fuerte y se marchó a un hotel, dejando eso sí una breve nota en el refrigerador: ¡No me busquen, mierdas!.
Ahora vivía tranquilo en aquel departamento, mirando todo desde lo alto, disfrutando la superioridad de su soledad. Siempre que salía a enfrentar la calle, observaba el balcón donde un pequeño colgante oriental musicalizaba eternamente la rutina de su nueva vida. Esa mañana se dirigió a finiquitar los últimos asuntos legales que involucraban las propiedades heredadas de su abuelo.
Luego de contabilizar 10 minutos de espera en la atiborrada notaría, el tipo logró que le atendieran. Pero eso ahora no importa demasiado. Más relevante resulta describir la acción que emprendió cuando se disponía a cancelar los servicios notariales. Dirigió sus pasos a la caja, con el recibo de cancelación en su mano derecha. Mientras esperaba a la cajera, el tipo se dedicó a mirar a una funcionaria regordeta que se encontraba en el mesón aledaño a la caja. Tanto y tan pacientemente observó a la mujer que logró encontrar una diminuta excusa para burlarse de ella. No era nada su excesiva masa corporal, su desfigurada cara de payasa de circo pobre. Lo maravilloso residía en un recodo de su blusa acrílica de media manga, de un celeste ahogado, que intentaba combinar con la vulgaridad de una chomba de cuello leonino y sin mangas. El tipo reconoció un diminuto orificio en la costura de la manga derecha, a la altura de lo que en cuerpos normales es el fin de la comisura delantera de una axila. Pero que en esta joven regordeta era una masa informe. Ahí el orificio, mostrando levemente la carne blanquecina, considerando movimientos rítmicos al son de los brazos afanados por seguir unas manos que intentaban danzar sobre una moderna máquina de escribir.
El tipo disfrutó la espera observando el tajo provocado por un rebelde hilo descosido y despreciando esa falsa postura de impecable funcionaria que escondía la vulgaridad de una mujer mal vestida. Pensó entonces que si en una notaría en pleno barrio ejecutivo de la ciudad se permitía tamaña indecencia para los clientes, él muy bien podía hurgarse la nariz sin esperar que nadie le dirigiera la menor atención. Cuando se disponía a comprobar su hipótesis, se le ocurrió una idea mejor: burlarse de la gordita a vista y paciencia de todos. Así lograría un efecto superior, esos autómatas se darían cuenta y actuarían en consecuencia.
Sacó entonces la aguja y el hilo que siempre cargaba consigo previendo todo tipo de situaciones (dentro de las que ésta por supuesto, estaba debidamente clasificada en la sección inmundicias leves) y mirando fijo, pero con amabilidad a la mujer celeste, le ofreció coserle el hoyo. La mujer quedó estupefacta y sólo atinó a recoger el brazo derecho sobre sus inmensas pechugas para esconder así el hoyo descubierto. Se levantó de la silla trastabillando y a punto de soltar las lágrimas apuró el paso, hacia el baño del personal donde se encerró.
El tipo sonreía complacido en su obra. Esperaba también que alguno de los inmóviles espectadores reaccionara y lo imprecara por su osadía. Ello efectivamente ocurrió: un hombre bajito, ya viejo, que le hizo recordar a cierto senador de la república, se le acercó profiriendo gruesas palabras en su contra. Le tiró la chaqueta por la parte baja (que era lo que podía alcanzar dada su estatura) exigiéndole diera la cara, llenándole de improperios perfectamente ajustados al vocabulario distinguido de un señor de notaría y definitivamente amenazándolo con una querella por injurias y amenazas con alevosía en un espacio público y a la vista de casi dos decenas de testigos. Mientras escuchaba a sus espaldas todo el sermón, el tipo pensaba que sería un enfrentamiento con algo así como un abogado de medio pelo. Volteó lentamente con la aguja y el hilo aún en su mano y preparando una carcajada como introducción, comenzó a disparar una seguidilla de garabatos, conservando una excelente dicción en el hablar, lo que hacía aparecer a las gruesas frases como versos de la mejor literatura romántica de Inglaterra…pues el tipo socarronamente le lanzó la caballada en un perfecto inglés, mientras recogía el hilo sobre la misma aguja y clavaba esta última en el bolsillo interior de su cuidada chaqueta. Luego pidió permiso sin dejar de reír, buscó la salida y se fue. El pequeño viejecito quedó vencido por la impresión, pero mascando la redacción de la querella. Las demás personas, entre risas escondidas y falso sentimiento de enojo, retomaron sus labores, quizás acostumbradas a presenciar cada cierto tiempo, discusiones y alegatos propios de un recinto público como ese. La cajera que ya había vuelto de consolar a su colega, continuó cobrándose de los clientes, las dactilógrafas siguieron redactando poderes y escrituras, el notario al parecer ni se enteró de lo ocurrido, pues no se le vio por ningún lado. Estaría estampando su firma en cada documento que llegaba a su escritorio.
El tipo tuvo que volver pocos meses después a la notaría. El que casi parecía abogado había cumplido su amenaza, llevándolo a un juicio rápido (lo que le había convencido sobre la calidad de la nueva justicia), cuya sentencia consistió en el pago de una multa y en la obligación de pedir públicas disculpas a la afectada en un plazo no superior a cuatro meses desde la fecha de la resolución judicial. Sin abandonar la sonrisa, el tipo hizo su aparición en la oficina el último lunes del cuarto mes y solicitó la atención de todo el mundo presente.
Muy buenos días, damas, caballeros. Estoy aquí esta mañana para cumplir con una sentencia que no merezco, pero que en realidad me da igual. Vengo a pedir públicas disculpas (esto lo dijo con un sarcasmo preciso para que todos entendieran que nada de ello era verdadero) a la señorita esta (miró a la mujer ofendida con fijeza, obligándola a sentirse responsable de este nuevo bochorno). Le pido disculpas por mi indiscreción de hace varios meses atrás y espero que no me guarde rencor alguno, porque yo sólo le dije lo que nadie de los que se dicen sus colegas, jefes y clientes, fue capaz de informarle nunca. Así las cosas, me despido amablemente de usted y sólo me resta decirle, también públicamente, que espero esto le haya servido a usted para fijarse un poquito más en cómo sale vestida a la calle, porque son miles los que se sienten ofendidos por el mal gusto y la indecencia de los demás, pero sólo hay unos pocos como yo que se atreven a decirlo con elegancia y respeto. Sobre todo respeto. Por eso el tipo consideraba que la sentencia estaba fuera de lugar, era absurda, inservible. Él había detectado una falta a la estética, la había declarado a viva voz y además había ofrecido la solución en el acto. Todo con el debido respeto a su propio e inviolable gusto.
Ese día lunes vestía de negro riguroso. Era lo que tocaba según el orden diario que utilizaba para combinar sus únicas dos tenidas. Blanco de pies a cabeza; luego blanco el pantalón y negras la camisa y la chaqueta; luego negro total; le seguía blanco completo arriba y negro el pantalón; al quinto día correspondía negro con el toque blanco de la camisa, para posteriormente pasar al blanco completo sobre una bien planchada camisa negra. El séptimo día –no el último, porque no lo había- tocaba una combinación de camisa y pantalones negros acompañados de chaqueta blanca al que le seguía la combinación inversa. Ese lunes era el negro absoluto y por ello se sentía especialmente inclinado a la arrogancia.

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