Alicia se llama aquella mujer de alas como el Baker. Densas y azules, de intenso brillo. Luminosidad de pueblo y esperanza, estrella que ahora acompaña desde lejos la lucha de tantos, de tan pocos.
Alicia solían decirle en aquel poblado celeste donde las nacientes del río milenario brotan ingenuas, como el silencio que amanece en las miradas de su gente.
La conocimos en toda su hermosa risa rural y su cabello oxidado de tanto viento y rocío. Nos sirvió mate y puchero aquella vez que andábamos tras los muertos ocultos en campos perdidos de soledad. Sorprendida de tan extraño entusiasmo por los idos. Y nos ayudó también a recoger memorias viejas, familias sepultadas cerca de la carretera.
Llegué a saludarla con un abrazo aquel día, porque me hacía falta contarle que las muchachas crecían, que todavía la lana, las animitas y las palabras; para preguntarle por los salmones, los turistas y la pelea diaria contra el olvido. Y divisé en los rostros esa escara ácida que dejan las paladas del cementerio. Era ella la que no volvía, la que se había ido derramada su conciencia en dos días. Era ella, Alicia, la que me saludaba desde una tumba repleta de flores bajo el improvisado invernadero que se suele colocar cuando quien parte es recuerdo fresco entre sus deudos.
Aquella mujer de alas como el Baker partió dejándonos el río que cuidaba, más indefenso sin su risa.
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