Hacia las 5 de la tarde comenzaba a cruzar la plaza y un niño chillaba adolorido en alguna parte. Su hermana algo mayor que él intentaba abrazos de consuelo. El niño sangraba y lloraba, la niña se asustaba. Me acerqué para ayudarles, me acerqué porque pensé que podían ser mis hijas, que eran mis hijas. Me acerqué y le dije a la niña que llevara a su hermano a los baños públicos (oh! los maravillosos baños públicos) para enjugarle la boca, para que se limpiara la herida. Le pregunté dónde padre o madre. La abuela en un mistral azul, me dijo nerviosa. Dónde pensaba yo estará esa abuela, en esas diez calles de locura y daba vueltas al revés de las manecillas del reloj viendo tres o cuatro de esos inmundos autos de tercera que son la ostentación de una riqueza vana. De la abuela nada y los dos pequeños en el baño de mujeres, él llorando ella a su lado y dandole sorbitos de agua. Me acerqué al acceso y la mujer de los papeles higienicos para el culo, indolente miraba el techo, cuando el llanto del niño recrudecía. Y otra mujer entra a ese baño y advierte divertida la tragedia de esos niños: Ah! se mordió la lengua, laralí, laralá, y se encierra a evacuar sus orines cantando. Entonces me doy cuenta que el asunto es peor de lo que pensaba, porque el niño mordió su lengua y entonces la sangre seguirá brotando un largo rato. Ingreso al baño y le digo a su hermana que mejor lo lleve donde está su abuela, dónde está su abuela y la niña asustada aún más me dice no se preocupe, no se preocupe yo voy sola, sé donde está mi abuela. Y en segundos esa niña temió de un hombre que quiso ayudarle, temió porque hay que temer y desconfiar. Temió porque ni madre ni padre estaban allí, sino un hombre extraño, extrañamente preocupado por ellos, mientras todos los demás ojeaban la escena indolentes, un niño sangra y llora nada más. Este hombre siente la derrota, la insanía instalada entre las gentes, siente que todo puede ser mejor en solitario. Nada.
Sábado, domingo, lunes, suicidios: un piquero limpio y femenino al río Aysén, un cinturón de cuero para el despechado, una soga para el paco. Nada más. Es la luz, es ese niño llorón, son esos horizontes infinitos, ajenos. La Patagonia muere a ratos, muere y este hombre piensa que es mejor entonces cruzar la plaza pensando.
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