El recuerdo de mi madre estaba ahí de nuevo. Su rostro pálido sobre la mesa se veía medio tétrico a la luz de esas lámparas de escasos watts que ponen las funerarias para alumbrar a los difuntos. Pero era un rostro tranquilo, descansado. Había muerto de algún tipo de cáncer extraño que los médicos no lograron identificar, aunque discutieron hasta después de su fallecimiento quién tenía la razón. Incluso uno de ellos, experto cancerólogo, tuvo la osadía de concurrir al velorio, darme un pésame sin gracia (siempre he odiado esa formalidad del pésame que obliga al decoro de un dolor empaquetado), y luego rogarme circunspecto, le dejara retirar (creo que esa fue la palabra que usó) inmediatamente un trozo de piel para practicarle un análisis revolucionario que permitiría descubrir finalmente qué tipo de cáncer había despachado a mi madre. Yo lo miré tranquilo, pero molesto y le dije en voz muy leve que se fuera a la misma mierda con su medicina, porque no la necesitaba para saber la causa de la muerte de mi madre. Por lo demás –concluí conservando la levedad del timbre- ella ya me dijo de qué murió. Esto último lo dije sólo para provocarlo. Los ojos del facultativo se desorbitaron, su cara tomó el mismo color de la difunta y después de unos segundos logró articular un dramático disculpe usted, retirándose sin poder quitarme la mirada de encima.
(Extracto de: La historia de Rosa Gaete, texto que está en proceso de ser algo...)
1 comentario:
Hola Mauricio
Interesantes textos y sorprendentes las camisas.
Un abrazo
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