La población
completa se fue. Más bien la arrancaron a camionadas militares de su sitio. Y
quedé solo nuevamente. El polvo agrio que inundó la tarde se disipaba entre las
luces de los autos. Deambulé horas entre los escombros: allí, cabezas
arrancadas de muñecas baratas; acá, restos de ropa roída por los años; allá, los
pozos negros colapsados, las fonolas quebradas, las maderas arrancadas de
cuajo. Recorrí en silencio aquel furúnculo negro que se había pegado por
décadas al rostro juvenil de la comuna más delicada de la capital.
Llegué cansado a
casa, hediondo y hambriento. Llegué también haciendo arcadas, con dolor al
pecho y un pañuelo mojado de sudor y lágrimas. La población nunca más estaría allí,
frente a mi memoria, a mis mañanas, nunca más mi población abierta a ese cariño
de viejos buenos, sentados en un sillón de micro tomando vino con harina. Casi
al alba me despertaban cientos de caminantes que partían a calle Vitacura para
esperar micro. Las mujeres, con la cara endurecida por el trajín, las tomaban para
dirigirse a las grandes casas del sector alto. Los hombres partían cansados y
soñolientos aún, a las construcciones repartidas por la ciudad. Pocos niños a
las escuelas la verdad. Eran hormigas grandes pensaba medio dormido, que me
podrían aplastar fácilmente si me pillaran desprevenido alguna vez. A las ocho
de la mañana ya no se escuchaba ese ajetreo y todo se volvía apacible, barrio
bucólico, por donde comenzaba ahora el leve ajetreo de las empleadas que
trabajaban en las casas lindas de los alrededores. La mía fue linda alguna vez
y llegaba una empleada vieja y mañosa que quizás me golpeaba para hacerme
chillar y confirmar con esto que seguía vivo, porque cada vez que me encontraba
sobre la ventana, absorto en el ajetreo de la población, pensaba que había
muerto súbitamente y desesperaba ante la idea de ser culpada por negligencia.