Estos días en que respiramos apenas, azotados por una ola de calor extremo en el Aysen, una familia chinchinera ha recorrido las calles de Coyhaique. De pronto su ritmo de tambor y platillos, acompañado a una distancia prudente del organillo, se deja sentir en calle Prat o en el Paseo Roberto Horn, o en alguna de las esquinas de calle Condell, sin antes haber hecho una detención en medio de la Plaza de la ciudad.
Las gentes del pueblo ciudad se agolpan ante el espectáculo, sacan sus celulares y disparan aquí y allá para capturar el momento único del arte chinchinero en el Aysen. Casi todos ríen, disfrutan, alientan, se sorprenden con los giros al ritmo de la ensordecedora melodía chinchinera.
En el Aysen no hay chinchineros, no ha habido al menos como se suele ver en las calles del Chile central. Entonces, ver una familia chinchinera, donde cada miembro hace lo suyo en pos del espectáculo sorprende a todos.
La mujer está a cargo del organillo, el hombre del tambor y los platillos y el pequeño niño chinchinero, de no más de 4 años, carga con un pequeño tambor y platillos siguiendo los pasos de su padre, dando cuenta de sus pequeñas destrezas en el arte chinchinero y presentándonos en vivo la dimensión de este espectáculo, que ha pervivido en Chile porque se traspasa de generación en generación y se practica en familia.
Al terminar el baile de tambores y platillos, un aplauso cerrado se eleva entre las llamas de sol que caen en la ciudad pueblo. Las gentes están maravilladas, ríen y conversan. Nunca antes una familia chinchinera había estado en estas tierras.
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